De largo, y hasta hace poco, la figura del coleccionista me inspiraba una curiosidad no del todo buena onda, e incluso lindante con la que el entomólogo profesa no a sus queridos bichos, sino a los animales racionales que se ocupan de fruslerías; curiosidad que, a su vez, me inspiraba el entomólogo. El tiempo malbaratado en el ocio y la frivolidad no merecía de mí la desdeñosa compasión que en cambio prodigaba, en absoluto generoso, a quien reúne y endura pedazos de la realidad y, embebido en la acumulación y atesoramiento, se olvida con frecuencia de lo mismo por lo que se afana.
Era mi intención, en un principio, ridiculizar al hombrecillo o mujercilla gris. Claro se me presentaba el monomaniaco, monótono personaje. Sentado en un estudio umbrátil, las cortinas cerradas, el aire viciado de humo de tabaco y corpóreas emanaciones, pasaba revista, encorvando la cabeza en auxilio de la cegajez, a un índice copioso pero insuficiente, destinado a ser parte de algo pese a los desvelos por hacerlo un todo.
Para variar, no había terminado el segundo período cuando ya necesitaba la ayuda de mis libretas, donde, en el decurso de los años, vengo apuntando palabras y expresiones demasiado originales como para que se las confíe a mi flaca memoria. Tras un paseo por las páginas empringadas y amarillentas, hallé el verbo que necesitaba, endurar, y al proviso se lo encajé al hombrecillo, a la mujercilla gris.
En esas libretas figuran, precisamente, voces como entomólogo y umbrátil, que, a base de consultarlas y forzarlas en mis escritos, he terminado reteniendo. Natura me indemniza la ausencia de un talento infuso con generosas dosis de tesón. A la verdad, siempre he sido machetero, como decimos los mexicanos; “empollones” se nos denomina en España según mi tumbaburros, aunque desconozco si el término goza aún de vigencia.
¿O es “repollos”? Nueva consulta, esta vez del diccionario, y descartada la duda, ya que andamos en “pollos” reviso el sustantivo pimpollo, que apostaría haber apuntado, pero que me llevaría lustros ubicar en mis desordenadas libretas. Las palabras me eluden, como al entomólogo las huidizas mariposas cuando sale al campo con sombrero y red y corretea aladas chispas entre arbustos, grandes y frondosos árboles y pimpollos en vías de serlo. ¿Y qué hace el entomólogo cuando, al fin, captura la presa? ¿Acaso no la clava a un tablero, entre otras de su especie y en conformidad con un diseño armónico cuyas reglas sólo él y sus cofrades conocen? No fija la azul junto a la verde al azar, ni en obediencia al criterio que llevaría al ignaro a colocarlas o no colocarlas juntas en esa cripta de corcho para momias…
… calópteras. He hecho un largo viaje en busca de este adjetivo, que no vale la pena relatar. Pero el viaje en cuanto esfuerzo y la determinación de usar ese adjetivo y no otro me confirman en la decisión de referirme en pasado a mis apenas difuntos prejuicios en contra del coleccionista. Viaje no a campo traviesa como el entomólogo acostumbra hacerlos, sino por la orografía engañosamente plana de las planas ya de mis libretas, ya del diccionario, a fin de atrapar garamondópodos y caligralípteros y clavarlos a las planas vacías de un cuaderno, siguiendo un ideal de orden y belleza que no siempre se cumple.
Esquivemos la incógnita de si el entomólogo clava cadáveres recogidos o fabricados por él. Alguien no tardará en alumbrarnos. Al margen de lo cual, supongo que el entomólogo, al igual que el filatelista o el numismático, concibe una maqueta mental respecto a la disposición y acomodo de sus colecciones, en paralelo al estudio de su ciencia, por supuesto. O acaso, no lo sé, cada uno pergeñe de hecho un esbozo del tablero, plantilla o cajón a rellenar, prototipo invariable y reproducible. En todo caso, la labor del escritor precisa, ya que no un diagrama como tal, como poco bosquejos, improvisaciones, acometidas y retiradas antes de fijar las mariposas, sellos o monedas de verbal jaez a sus respectivos aparadores.
En el que ahora presento, he acomodado las mariposas de tal forma que discanten un elogio del almacén donde suelo escogerlas, y a donde fueron llevadas, en sedación, de las ciudades y aldeas donde pululan al aire libre, papalotean en las casas y, también, yacen inertes en los escaparates preparados por terceros. Evitaré, tanto como pueda, el tono campanudo de los paladines de la cultura, muy dados a preconizar “el alcance y poderío de esta arma de la educación”, el empeño con que zamarrea, tumba y lleva a la tumba a los asnos. Sólo en el ámbito de una oploteca estaría dispuesto a aceptar semejantes hipérboles, y en boca del curador mismo, quien ama sus armas, muchas de ellas francos armatostes, sabiéndolas inocuas y, por lo general, desbaratables. Y si descubrí que en el curador de una oploteca podría contar con un cómplice, no obstante las dudas que mi encantadora personalidad me suscita, fue gracias al pesado, estorboso, nada portátil y poco manejable trabuco en cuya contemplación me pierdo diariamente; de no haber sido él, ¿quién me habría enterado de que existen las oplotecas?
Trabuco este que alberga miles de perdigones listos a rodar como canicas sobre la hoja, dejándose distribuir hasta conformar el cuadro puntillista que es la versión definitiva de un texto. Hay en su interior, de hecho, trabucos, culebrinas, arcabuces, y no en menor grado oplotecas y armerías y arsenales, con sus respectivos ejércitos, flotas, escuadrones e imprescindible séquito de milicia y mercenarios y hordas. Si a ésas nos vamos, cuenta con las credenciales para ser él mismo un arma, en la faceta defensiva al menos, como lo demuestra el episodio bélico de la Ciudad Universitaria de Madrid, donde mamotretos al estilo del que me ocupa fueron apilados a guisa de barricadas, y el destino desadeudó de su draconiana reputación a la letra, evitando que la sangre saliera (de más). Y aunque el empleo ofensivo no ha sido consignado en las historias militares ni en los anales de criminología, varios métodos se me ocurren a bote pronto.
Pero cuando, ya leyendo, ya garabateando, estiro el brazo hacia el diccionario que ocupa un rincón de mi escritorio, casi nunca visualizo herimientos ni ataques; cualquier volatilidad anímica desaparece en cuanto el entrañable bodoque me distrae con uno de sus anzuelos y me conduce embobado valiéndose de un caminito de suculentas migajas que yo, rendido ya al embauco, todo tragaderas, todo credulidad embucho. El embauco no obedece a la maldad; sabe que lo necesito así finja aires de suficiencia, así me las dé a veces de neologista, en ocasiones de amigocho de lo coloquial. Sabe que me falta oído para reproducir el habla cotidiana sin esfuerzos, intuición para repentizar sobre reglas conocidas. Conoce mis límites, y está ahí, esperándome en el escritorio, constante y fiel amigo.
En resumen, no de un arma, no de una herramienta quiero hablar, sino, simplemente, de un amigo. Lo haré de modo distinto a la exposición curial del lexicógrafo; mi testimonio busca retratar, más que al amigo, nuestra relación. Desconozco tres o más cuartas partes de lo que sobre él conoce el lexicógrafo; sólo conozco el cariño que le tengo, y en qué se basa ese cariño.
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Como un árbol de la abundancia, el diccionario se deja dumir; y su largueza llega a tanto que, por el fruto que no hallemos, nos dará uno mejor. Un día, hurgando en pos de la hipotética castellanización del equivalente inglés de monigote, pelele, muñeco, sus ramas me compensaron por la consulta fallida tirando a mis pies, sin necesidad de dumirlo, el hermoso verbo que denota la acción de sacudirle a un árbol sus frutos con el empleo de una vara; verbo de uso restringido, por lo que entiendo, a Asturias.
Deleguemos en el filólogo la explicación correspondiente a la etimología, al romanceamiento si lo hubiera y al predominio geográfico del verbo, y un compendio de ejemplos notables en la literatura; deleguemos en el horticultor el tratado sobre el arte del buen dumir; y en Perisabidillo y Marisabidilla, una salpicada de todo lo anterior mediante el piscolabis de hipertextos, ligera provisión que los redituará con creces en la sobremesa, cuando desplieguen las informiajas.
Hecho lo cual, me gustaría dilatarme en la nobleza de un árbol que nos invita a hojearle la copa, un árbol-abanico como el “ventalle de cedros” de san Juan de la Cruz, y anteponerla a la eficacia de los motores de búsqueda. En respuesta a quienes promueven la erradicación de tochos impresos, el lexicómano pondera los tesoros fortuitos que al recorrer las páginas le salen al paso. ¿Por qué, siendo tan ligero, práctico y expedito, nos cae tan gordo el buscador? Con la oficiosidad que lo distingue, reminiscente de la de un secretario lambiscón, al darnos la entrada partidita y sin cáscara nos priva del placer de pindonguear y vitrinear admirando las entradas que se sirven en otros restaurantes, algunos ni siquiera de nuestro agrado.
Sensiblería que sólo entiende quien sufre la aDicción a ríos, a mares, a montones. ¿Quién en su sano juicio, fumando en la banqueta mientras le llevan su entrada, al divisar un aperitivo al otro lado de la calle, corre y la atraviesa y, no bien lo ha examinado, la recorre calmo y pachorriento, culebreando entre las terrazas de cafés y bistrós, metiendo las narices donde no lo llaman y honrando el oficio de metete al punto de meter el dedote a las sopas, llevárselo a la lengua y dar el plácet o displácet?
Felicísima vertiente de la ambulatoria léxica tiene lugar cuando nos hundimos en el abisal paseo de esas Atlántidas que son las palabras manidas, carentes en apariencia de más sentidos que el elemental. Darse una buceada por la honda lista de acepciones de tener, dar, ojo, puerta, ir, infunde tanto o mayor gozo del que nos proporcionan los parajes exóticos al estilo de dumir, sevicia, estridular, estilicidio, cuyo evidente encanto opaca en ocasiones la versatilidad de otros a los cuales, sin embargo, tenemos por ordinarios y que, en escarnio y escarmiento a nuestra soberbia, nos gritan: “¡Ahí tiene usted, mamón!”.
Tarde o temprano, al metiche lo metichean. A fuer de fisgón, el patiperro o buzo atrae miradas sin cuento. Más de una vez, rendido yo al embeleso, algún metomentodo se burla de lo que estima baratija. Juzga lúcido el metiche de metiches, también conocido como el Fantasma: en efecto, nadie suspira frente a la farmacia a la vista de un ramplón curar. Aun delante de la salchichonería, por más que se nos agüe y desagüe la boca, lo curado adolece de cierta vulgaridad que nos dibuja un mohín. En días nefastos lo remitiré, duro y tajante, al ejemplo paradigmático de la acepción por la que me desvivo, espetándole aquello de: “No cura si la fama / canta con voz su nombre pregonera”. O si me hallo accesible, me limitaré a sonreír melancólico y a compadecerlo en el interior de mi cabeza, siguiendo mi derrota hacia la mercería. El metiche de metiches ignora que hay que bajar hasta el sótano 27, donde se ofertan instrumentos de corte, para turbarnos y cortarnos ante unas tijeras que sirven únicamente para dejarnos así, como tarugos. Si en nuestra tierra lo dicen o no es asunto que ni nos va ni nos viene a los lexicómanos. Que el par de tijeras exista, por muy oxidado que esté, y aun siendo el último ejemplar de una especie en vías de extinción, basta para alegrarnos.
Volviendo a la farmacia, el “Ya no carraspee con Gurgusirop®” luce menos que un “Ya no aclare la garganta con…”; por influencia de la publicidad gringa, claro está. Pero en el restaurante de junto, mondándose los dientes con un palillo, una vieja gloria del bel canto nos recuerda, intempestivo y esnob, que antes de cantar los intérpretes se mondan la garganta.
En contraste, es una lástima que, cruzando la esquina, de la biblioteca tengamos que pedir prestado un libro, cuando fácilmente podríamos “empruntarlo” sin necesidad siquiera de que esté en francés. Y de las voces que se les envidia a otras lenguas, el inglés nos champa su nutrido acervo de modos de caminar, cada uno con un matiz puntual e inigualable: creep, wade, stroll, trudge, prance, tiptoe, entre muchos más que humillan al transeúnte en sus dominios pindongueros, obligándolo a dar rutinarios rodeos para llegar al mismo punto; tantalizándolo en la medida en que el verbo tantalize tarde en castellanizarse, y aportar a nuestra lengua la precisa y preciosa intención que le viene del mito.
En tales ocasiones, al aDiccionado no le queda sino apechugar. Pero en pago de las vueltas y tentaciones padecidas en el extranjero, las calles nativas le reservan sorpresivos atajos que lo ponen como por ensalmo en su destino. Tolera el hedor del arruinado ludópata que merodea el hipódromo, mas no las perífrasis y los minutos perdidos para que el buen hombre se dé a entender con lo del alazán cuatralbo y lucero que se enarmonó en plena carrera el día que lo perdió todo. A raíz de la lenidad que trajo consigo la nueva Administración, evita el juzgado por las largas colas de criminales que embarazan la banqueta, y todo porque el oficial en turno llena enfadosas explicaciones resumibles al sucinto “Pepe K. se ha espontaneado”. Y ha llegado a retardarse hasta la división más silenciosa de la madrugada por no saber qué era el conticinio. Como se ve, privilegia la concisión, siempre que el pasadizo ofrezca algo —un mínimo— de elegancia y eufonía; pero si una expresión compuesta lo exime de cometer atropellos como “el equipo campeonó”, “dan por hecho que la novelista nobelará”, “la publicidad exotiza al tercer mundo” o “Heberto Cocoliso se recapiló en una clínica sueca”, se irá gustoso entre las ramas.
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La Ciudad se blinda, con todo, de una lectura total. El lector que intente agotarla será, primero, agotado por la trama soporífera de sus miles de folios. O quién sabe. Habrá habido —conjeturo— quien la haya recorrido toda. La hazaña habrá sido registrada como advertencia futura de a cuánto llegan la obstinación y la estulticia. Al bodoque y a quienes lo queremos nos regocija que ninguna edición del diccionario sea igual a otras incluso dentro de un solo pedigrí, y que su naturaleza proteica le permita decirle al fanfarrón: “Me tuviste una vez, pero yo ya soy otro, y tu logro ha caducado”.
En el mundillo literario la profana “¿cuántos libros has leído?” suele reformularse como “¿cuál es el libro que más veces has leído?”; pues bien, a la segunda cuestión, más pertinente que la primera, los aDiccionados la preterimos en favor de “¿cuál es el libro que más tiempo has leído?”. Y el vanidoso, creidísimo bodoque se golpea el combo pecho de pavo con el índice: “Aquí, presente. Hagan cuentas, ñoños y ñoñas, ratones y ratonas de bibliotecas y archivos, y tribútenme alabanzas”. ¿Y qué le repelaremos? Asumo el mandato, y quizá lo asuma el lector.
Y lo asumirá el doble quien, a vuelta de dar vueltas, haya comprado en un mercado de antiguallas una pieza fascinante que, en el hogar, se reveló cacharro. Boquiabierto, por culpa de la fantasía o llanamente de la amnesia, he llegado a despilfarrar loores en engañifas como nudillo, que un párvulo de kínder derrocha en el recreo. Como que yo, a mis treintaibastantes, era el primero en descubrir tan expresiva y bella palabra; no me refiero a que la hubiera visto desde un ángulo novedoso, sino que, con motivo de un lapsus, la veía como si nunca antes la hubiera visto, y acotado mi asombro a la acepción corriente, ni más ni menos. De que la haya anotado, a Dios gracias no pasé a ostentar el fementido descubrimiento, sobre todo habiendo médicos en la familia. Pero ahí está, en una de mis libretas. Y, apenas hube advertido el desfiguro, consideré añadir una nota al pie aclarando a mi albacea literario lo que acabo de explicar. El prestigio de un escritor está a merced de sus propias huellas, del famoso Archivo Privado de Pedro de Urdimalas; y nudillo no va muy bien que digamos en un tablero de raros bichos, que no de bichos raros como alguien comprende.
Son gajes inherentes a la pedantería, que, como toda ciencia, se aprende desde el abecé. Al igual que en la primaria, mis pininos en calidad de palabrejista consistieron en oraciones simples, sujeto-verbo-complementos, en cuya infantil estructura ocultaba una carga de dinamita dedicada a la miss: “Todas las noches mi abu me lee su grimorio”; “Tío Juan me llevó al parque con su otra oíslo”. No había miss, y yo ya estaba talludito, pero la travesura era de la misma clase de las que me hubiera encantado gastar en la de Español.
Conforme gané confianza, también me confié de más y, haciendo alarde de un amplio vocabulario, llegué a decir dislates, como por descontado los estoy diciendo ahora. La amistad con el bodoque entraña riesgos; su contlapache, el de sinónimos, a veces te deslumbra con diamantes que, si no los sabes usar, te salen circonitas. Si Corripio te da aprisco por recinto, vale la pena consultar al bodoque antes de herir susceptibilidades escribiendo, con relación a los fanáticos de un dj, que los fieles seguidores abarrotaron el “aprisco”, insinuando una veneración borreguil poco halagüeña. Ahora bien, si arúspice en lugar de adivino choca de anacrónico o desinformado en ciertos contextos, el equívoco, voluntario o accidental, potenciaría las interpretaciones alrededor de una novela sobre un gastrocirujano presciente.
Todo gusto lleva una pensión; bien que, en la balanza, gusto mata pensión. Veinte despropósitos valen el regodeo de que en el taller de escritura creativa te señalen, con mirar turnio, el dedazo de un diuturno con un “tu” sobrante; o la exultante crueldad de tenderle ardides al buscador, dándole a probar un insípido horaco para que, orondo y decentísimo, te lo escupa observándote: “Quizá quisiste decir Horacio”. Por el contrario, y siguiendo esta lógica, veinte humillaciones a costillas del buscador palidecen cuando, por efecto de la fama, de pronto el título de una serie, de un disco o el capricho de un líder de opinión pone a trabajar mandíbulas a una palabra de frágil hermosura, que por instinto rehúye los reflectores y más aún el Nobel de Palabruta, a saber, la fulana Distinción a Palabra del Año tan ambicionada por las advenedizas.
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Debo reconocer, por otra parte, que envidio a los buenos aDiccionados, los de hoy y los de ayer. Una palabreja bien usada me obliga, por lo común a regañadientes, a quitarme el sombrero. A Carpentier le aguanto sus politiquerías por mor de una prosa inagotable en sorpresas léxicas. Un Miró, un Azorín, a pesar de constreñirse al vocabulario peninsular, me dan mayores satisfacciones que los clásicos universales traducidos y, ni se diga, que la novela promedio en español. Las exigencias del mercado condenan a la buena refitolería a un pronto destino como pulpa reciclada, si primero llegan a la imprenta. Mi ejemplar de Capricho salió de una librería de viejo. Meto: “Capricho, Azorín”, y el buscador me da: “Capricho (Premio Azorín 2012)”. Mhhh…
Es gracioso que Azorín, en este librito, se duela por “una prosa necesitada a cada momento de que el diccionario la acorriese”. (¡La suya!). Por haber sido un aDiccionado ilustre, no puede sino convencernos al hacer la distinción entre un vocabulario “anticuado”, vigente no obstante el olvido en que dormita, y el “desusado”, que pierde actualidad tan pronto como lo que designa se torna obsoleto. Azorín proporciona el ejemplo, para uno y otro caso, de alharaquiento y perniborra. Glosando sus ideas: poridad (anticuado) denota un concepto perenne y a causa de ello cuenta con nutrida provisión de segundos aires, mientras que betamax (desusado) difícilmente sobrevivirá a la nostalgia millennial.
Carpentier, Azorín, Miró. El aDiccionado se delata. Pregona su amor, por mucho que lo haga pasar por una parodia del rebuscamiento. Consciente de la inútil batalla que libraba contra los superventas de su tiempo, Azorín no sabe si llamar “novela”, “divertimento” o qué a su “epiceno libro”: el libro, la libro, el libro hembra; o librx, como diríamos ahora, o si se prefiere, libre.
Libre, libérrimo libre el que se toma libertades resucitando palabras, y entretiene a los ociosos, a los mamones y tetos que aún hojeamos el Mamotreto. No sé dónde me enseñaron que la ley del mínimo esfuerzo determina la evolución lingüística. Barrunto que, en unos cuantos años, podríamos prescindir de varias páginas de mamonsísimas palabruchas, y sucumbir al asedio de las palabrutas. Ya en la actualidad, las ventajas que concede la tecnología desvirtúan las eutrapelias de los buscapalabras de corazón justo porque, a la par, fomentan el remedo de las eutrapelias buscapalabras de antaño; pretensiones que no pasan de un atiborramiento de latinajos, palabras con significado afín mal empleadas, y citas difíciles y apabullantes que malentiende quien las transcribe.
¿Que compartamos, entonces, nuestra pasión en la vida diaria? Un petulante como yo no va a exhibir sus miserias en un convivio; muy pronto el pavorreal sería puesto al asador… Ahora que lo recuerdo, no tengo amigos a los que impresionar; y a falta de ellos, acudo al diccionario, y pedanteamos a gusto.
Él, compasivo, las más de las veces me da chance, me deja sentirme totumpote mientras, por lo bajo, me moteja de mequetrefe. Pero ahí está, inmoto, respondiendo “¡mande usted!” a mis llamados, si bien con retintín.
Ah, pero el bodoque tiene lo suyín de badulaque. Si no preguntémosle a José G. Moreno de Alba, que años ha reprobó el yerro flagrante que llevó a la RAE a asignar una falsa etimología a chilacayote, voz de origen náhuatl. Todavía hoy proliferan en la red artículos de botánica donde se da como variante válida cidra cayote, cuando, como bien advertía el filólogo mexicano, ni existe el término cayote, que se inventó para adaptar la pronunciación nativa, ni hay relación entre el fruto llamado “cidra” y el tipo de calabaza conocido como “chilacayote”. Mariachi también ha merecido falsas genealogías, luego de que le endilgaran la estirpe de un mariage francés quesque por ser la música con que los franceses afincados en México amenizaban sus bodas durante el Segundo Imperio. Jesús Jáuregui, gran conocedor del tema, ha demostrado que la voz figura en documentos coloniales y por lo tanto precede a la Intervención, y ha concluido que debe rastrearse a alguna lengua indígena del occidente de México.
Pero se le aguantan los despropósitos.
Y es que él nos da estos inútiles abalorios que escatiman maliciosamente la televisión, la radio, el cine y libros que no azoren por envirotados, a diferencia del de Azorín. El gachupín Azorín, que viene a venderle abalorios, cuentitas y espejitos al público ávido de culebrones, los cuales, el tiempo andando, envejecen más que una culebrina en oploteca.
“El diccionario ha muerto”, dicen por ahí. “¡Larga vida al diccionario!”, respondemos sus compinches. Y así como, en la antigüedad, al morir algunos monarcas jalaban a la tumba con todo y chivas y hasta con la servidumbre, muerta pero del purito horror, pido que me entierren con el tumbaburros, por voluntad y en mis cabales a diferencia de los avendichos fámulos, para continuar en la otra vida este diálogo sin fin.
Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar y Primera Página.
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