1
Existe un momento memorable de “The Bing Bang Theory” en el que los cuatro freakies más célebres del mundo hablan del reestreno de una película de George Lucas, con algunos minutos o quizá segundos de metraje adicional. “Veamos qué nuevas maneras de decepcionarnos ha encontrado Lucas”. Lo dice Sheldon. Podría haberlo dicho cualquiera de los tres, pero nadie mejor que él para recordarnos nuestra falibilidad continua.
TBBT nos muestra varias cosas: los nerds son heterogéneos, como; son más honrados que muchos en lo que a sus inclinaciones se refiere, porque lo que otros hacen a escondidas ellos lo hacen a la luz del día; a su manera, tienen un olfato profético; se han hecho a la idea de que, arrinconados, no se vive tan mal. Sobre todo, el freakie tiene una fe extraña: la herejía se perdona mal, pero la indolencia no se perdona en absoluta. George Lucas es infamado no por traidor sino por zángano. Curiosamente, la adhesión del freakie sobrevive a su propia altivez moral: condena, pero con desprecio, no con menor taquilla.
Por cierto, eso es lo que ha pasado con TBBT: pasó de ser una serie sobre el mundo freakie como una dimensión paralela pero instalada en nuestro mundo a ser un conjunto de chistes caracteriales cosidos con mejor o peor aguja en torno a guiones desmejorados. Y, ¿qué hemos hecho? Seguir viéndola. ¿Por qué? Porque los queremos. Ser freakie es entregarse a un amor insospechado. Se espera y casi se celebra la decadencia del ídolo, pero no se deja de estarle agradecidos ni de amarle en ningún momento. Siempre a su manera.
2
Pero habíamos venido a hablar de otra cosa. Algunos de los que caímos en zona mutante en los ochenta seguimos diciendo “La Patrulla X” en lugar de “X-Men”, y no por incapacidad de avenirnos con la nueva gramática sino como señal de distinción. Nosotros estábamos antes. Nosotros leímos en directo, o casi. Entre los primeros diáconos de la iglesia mutante, estuvimos nosotros. Admiramos el amor adolescente (pero con musculatura de gimnasio y curvatura de pasarela) entre Cíclope y Jean Grey: complicado por la incapacidad del primero de controlar su poder –lanzar rayos por los ojos- sin las famosas lentes de rubí, y definitivamente condenado cuando una fuerza cósmica vino a desovar en la segunda y se la llevó por delante. Nos inspiraba venerable respeto el Profesor X desde su trono o silla de ruedas. La fortaleza elemental y ennoblecida de Tormenta (y el pelazo de blanco resplandeciente), y la candidez metalizada y con acento ruso de Coloso, fueron una suerte de introducción a lo cosmopolita. Los admiramos y los envidiamos por el poder; les perdonamos ser más poderosos que nosotros porque estaban heridos y, bueno, hubo quien aseguró que buscamos defectos en quienes envidiamos para poder seguir viviendo, lo que arrojaría ciertas dudas sobre nuestra capacidad de compasión y afecto.
Nosotros estuvimos allí. Y, si no en el epicentro, al alcance de las primeras ondas expansivas. Los que sufrimos –el verbo quizá sea un poco excesivo- comentarios torvos por leer en papeles satinados y de colorines, ahora queremos el pago. Y el pago es ser jueces con mala uva. Queremos el martillito para dictar sentencia.
No nos ha gustado “Dark Phoenix”.
3
Hay que entender el papel que juega la nostalgia en todo esto.
Salvo los muy retrógrados, la mayoría de los fans aceptan las puestas al día de los personajes, siempre que se haga con idolatría. Grant Morrisson, en el manifiesto que escribió antes de hacerse cargo de “New X Men”, decretó el cambio de vestuario de la pandilla mutante. Adiós al antifaz picudo de Lobezno, la diadema neogótica de Tormenta, las hombreras rojas de Rondador Nocturno, etc. Todos con uniformes oscuros de combate, sin abalorios, como corresponde a una brigada de limpieza. Era una manera de volver contemporáneos a los superhéroes –y la que se impuso en las adaptaciones cinematográficas, que no habrían soportado el carnaval veneciano de capas, capuchas y botas con flecos-. Morrisson lo hizo muy bien, y en muchos tramos de la serie, la historia estuvo a la altura, o cerca, de los mejores momentos de los “X-Men”.
Pero se entiende que cuando una secta crece y se convierte en iglesia, los fieles originales frunzan el ceño. La ortodoxia los protegía. Primero los unió la rareza, luego se hicieron fuertes, y cuando llegó la hora en que
4
No nos ha gustado “Dark Phoenix”. Simon Kinberg –director y guionista- no consigue convencerse de lo siguiente: la tragedia no es algo terrible que sucede a alguien, sino alguien que lleva lo terrible como un parche sobre el ojo. A una tragedia no puede invitarse a personajes secundarios y esperar que hagan el trabajo difícil de estremecernos. La tragedia solo se da si nos importa la crueldad: como prometer un caramelo a un niño, ofrecérselo y, cuando se le ilumina la cara, metérnoslo a la boca.
No se trata de que Fénix ya haya muerto en el cine como mujer adulta, ni de que Mística aparezca en otras películas con más edad de la que muere aquí. Al fin y al cabo, Marvel siempre ha oficiado los responsos de los personajes muertos con incredulidad.
Tampoco se trata de que los que han leído la saga original sepan que no es así cómo muere Fénix (mi posición sobre esto es que la falta de literalidad está permitida; lo que no está permitido es el tratamiento banal del material; pero sobre esto el fandom nunca se pondrá de acuerdo, ni quiere, porque así es más divertido). No se trata de ese desvío. Se trata de que no logramos convencernos del carácter trágico de Fénix: puede tener que ver que a Sophie Turner, que encaja mejor con la presunción de adolescencia de los personajes, le falta el punto de congoja que sí tenía Famke Janssen, uno de los aciertos de cásting de las primeras películas. Se trata de que todos los personajes, y son demasiados y metidos con calzador, parecen restos de la comida.
Se trata de que, para que la historia no resulte insignificante, necesitamos un vínculo con los personajes, tener tiempo de entender la relevancia de lo que sucede, comprometernos con la pérdida.
Aquí no pasa casi nada de eso. Hay escenas aisladas que están bien. La primera de todas, con Jean de niña, me hizo pensar que quizá no me sumaría a las generalizadas críticas negativas. O la lucha en el tren contra esos extraterrestres a los que no nos han permitido ver claramente; enunciado, el recurso tiene su gracia, pero en pantalla es tan anodino como tantas otras cosas de la película. O cuando Magneto hace sus burradas innecesarias, como que un vagón de metro atraviese el asfalto para hacer de barricada (¿no servía un autobús? Sí, pero lo del metro mola más).
Xavier puede haberse equivocado, pero no es el repentino narcisista que nos pintan aquí, con las intenciones de guión demasiado a la vista. Magneto como líder de un kibutz mutante puede tener su interés, pero al final solo contribuye al patchwork excesivo que acaba siendo todo. La joven Tormenta juega bien a lo suyo, y el asustadizo Rondador, también.
Lo peor es que luego vuelves a ver “First Class” y te ratificas en todo lo pensado, y en lo poco sentido.
Si a alguien le parece exagerado todo esto, que son solo personajes hiperbólicos para gente con problemas de autoestima, cuidadito. Cuidadito con lo que decimos.
Comentarios sin respuestas