Nos queremos
Cuando me dice que me quiere tengo serias dudas, no sobre la sinceridad de sus palabras (siempre cálidas, firmes), sino sobre la naturaleza de sus intenciones: ¿para qué me quiere? ¿Para pasear por el parque o para hablar de literatura? ¿Para tener relaciones sexuales o solamente para admirarme en silencio? ¿Quizás para que la admire yo a ella? ¿Me quiere para ella sola o me quiere compartido? ¿Quiere ella compartirse? ¿Qué quiere exactamente de mí? Cuando dice “te quiero” eso es todo lo que tengo, una afirmación plurívoca seguida de un millar de interrogantes que se niegan a desvelar la amplitud o la pequeñez del mensaje, sus implicaciones últimas. Y entonces contesto “te quiero” casi como si al decirlo yo el asunto quedara claro, la relación definitivamente afianzada, cuando lo cierto es que no nos estamos diciendo la misma cosa o, en cualquier caso, sólo una misma cosa distinta de la otra. Pero lo más curioso del problema es que a ninguno de los dos nos importa demasiado qué puedan ser esas cosas tan distintas, sus razones y las mías, porque llegados a este punto ya nos hemos dicho que nos queremos y aclararlo todo, aunque útil, resultaría fatigoso y poco romántico.
Queratina
De una buena amiga aprendí que uno tiene que cortarse el pelo cuando las cosas salen mal, como si el exceso de queratina en nuestro cuero cabelludo viniese a sumar amargura a la ya de por sí amarga tristeza. En los últimos años recuerdo haber visto, sobre la cabeza de mi amiga, formas imposibles, colores sin nombre, estados de ánimo cambiantes y, a veces, también pelo. Me gustaba el pelo de mi amiga, la ausencia de pelo de mi amiga; finalmente me veré forzado a admitir que también ella –queratina aparte– me gustaba bastante.
Un día la abandonó su novio; me enteré por un amigo en común, porque ella llevaba varios días sin aparecer por ningún lado. En aquel momento pude haber pensado, egoístamente, que al fin se me presentaba una oportunidad, pero la verdad es que mi cerebro se comportó de un modo aún más ruin, formulando una y otra vez un mismo, único, obvio interrogante. Visité, una por una, todas las peluquerías de la ciudad; las de señoras, las unisex y hasta las de caballeros, porque ella siempre se conducía al margen de convenciones. La búsqueda, infructuosa, me abandonó –a falta de más locales– junto al portal de su casa, el lugar donde –me dije más tarde– debí haberla buscado desde el principio. Lamentablemente tampoco estaba allí.
Hace un par de días leí en el periódico que había muerto P. J., un viejo amigo de mi padre –médico, como él– que investigaba con cierto éxito en el campo de la oncología y que incluso llegó a sonar para el premio Nobel en algún momento de su carrera (esto último lo descubrí en la necrológica). Constaté que cada vez que leo la palabra “cáncer” no puedo evitar pensar en otras como “quimioterapia” o “calvicie”. También pensé en mi padre, en lo unidos que estaban P. J. y él, y en lo poco que nos vemos nosotros dos últimamente. Quise telefonearlo, soltarle un par de frases sentenciosas y compasivas, colgar y a otra cosa, con la sensación del deber cumplido. Cuando me decidí a hacerlo descubrí que mi móvil no tenía saldo. “Papá”, le hubiera dicho, “Papá…”, pero era incapaz de anticipar el resto de la conversación. Salí de la cafetería en que me encontraba para dar un paseo. A pesar de los numerosos cajeros automáticos que me salían al paso en las avenidas me abstuve de recargar el saldo del teléfono móvil. Pude haberlo hecho. No lo hice.
Mientras caminaba sin rumbo fijo por el centro de la ciudad recordé que caminar sin rumbo fijo es el único modo de caminar, que si uno se dirige a algún sitio en concreto ya no está solamente “caminando”, sino “yendo hacia”, esto es, determinando la finalidad de su marcha, e ignorando, de paso, que las cosas, los edificios o las personas hacia las que uno se dirige bien pudieran no estar exactamente donde uno cree que están. También recordé, mientras observaba a una pareja de ancianos sentada en un banco –ella consumida, él aparentemente sano– cómo mi tía M. había encanecido por completo en una sola noche, tras haberse enterado del fallecimiento de su primer marido, un señor al que nunca conocí y al que deseé retrospectivamente una muerte lo más indolora posible, pues de alguna manera había sido (o había tenido y perdido la oportunidad de ser) mi tío.
Creo que nunca me he sentido tan triste, a lo largo de mi corta vida, como durante ese paseo (una tristeza irracional, casi hueca). Mientras me cruzaba con viejos y viejas, señores y señoras, personajes unisex y niños y perros, pensé que la existencia estaba hecha de experiencias de otros, alienaciones en tercera persona que nos catapultan hacia el vacío, un vacío que no es nuestro. Seguí pensando en mi padre y en aquella amiga a la que no he vuelto a ver, en mi desconocido tío postizo y en mi pelo descuidado a la altura de los hombros, luchando por convertirse en melena por derecho propio. Y cuando, tras haber llegado sin saber cómo ni por qué al portal de la casa de mis padres, tras comprobar que no había nadie en casa, ni allí ni en ninguna otra parte –signifique “casa” lo que signifique–, cuando decidí que en realidad no tenía razones fundadas para perseverar en mi propia tristeza ajena, más allá del llanto irrefrenable que me oprimía la garganta con su argolla invisible, me dije “No pasa nada, tranquilo”, me dije “Demasiado largo, eso es todo”, y seguí caminando hasta que entré en la peluquería más insalubre que pude encontrar tan sólo para decirle con lágrimas en los ojos al peluquero “Quiero y no quiero cortarme el pelo, ¿haría usted el favor de ayudarme?”, a lo que éste contestó, incrédulo y con las tijeras en la mano, que no, que lo sentía, que no podía, que eso era del todo imposible.
Afuera hacía frío y no quedaban portales adonde ir, no quedaban amigas, ni postizos, ni padres, no quedaba nada más que un improbable exceso de queratina en mi cuero cabelludo y el no menos improbable recuerdo de mi tía encaneciendo a la velocidad de la luz en una sola, amarga noche.
Bote de luz
Ese haz de luz que se difumina en el horizonte, como un bote fluorescente que naufraga, esa luz es mi casa. No sabría explicar por qué es mi casa, pero sé que lo es y basta. Mis hermanos siguen creyendo que si me han internado en este sitio tan blanco y tan horrible es precisamente a causa del bote de luz, pero nunca fueron muy inteligentes mis hermanos, gente gris, no son muy listos, no. Dicen “no”, dicen “no hay luz, Roberto, son cosas tuyas”. Imaginarias, dicen. Porque imagino, por eso me encierran. Porque no les gusta que imagine. Papá también imaginaba, pero a él no lo encerraron. Cambiaba bombillas de sitio, un hombre entrañable. Yo lo quería. Y sé que en esa casa de luz, la que ahora no quieren que yo vea, aguarda el Viejo con una sonrisa de oreja a oreja, ordenando bombillas, cambiándolas de sitio. Ahora entra mi madre, “¿Roberto? ¿Estás bien, Roberto?”, mi madre que sí entiende de luces, pero no tanto de locura. Y yo le digo, mamá, le digo, papá nos está llamando, fíjate, allá, al fondo, papá ha encendido todas las bombillas para nosotros. Sonrío. Y mi madre, quizás asustada, quizás para darnos la razón, deja escapar de sus ojos un par de lágrimas cansadas.
Las verdades pequeñas
…O inaugurar un depósito de Verdades Pequeñas, donde uno pueda decir “verde” o “estrógeno”, y otro demostrar ortodoxias atenuadas, y ambos compartir sus hallazgos diminutos sin pensar nunca más en Verdades Grandes; un salón de reuniones, una cafetería, quizás una mesa de billar; discusiones cordiales, de andar por casa, y al final de la jornada tarta Selva Negra para todos. ¿Y si a alguien se le ocurre decir “eso no es cierto”? pues se le quiere, se le comprende, se le perdona. Lo importante es que el depósito siga funcionando, que el conocimiento fluya hasta estancarse. Cuando la masa de Verdades Pequeñas adquiera uniformidad y consistencia, ¿qué haremos entonces? Pregúntese mejor qué harán las Verdades Pequeñas. Porque si en ese momento deciden confabularse para dar lugar a la Gran Verdad –que es algo mucho más impredecible que una mera Verdad Grande– no resulta difícil imaginar el surgimiento de una anarquía férrea, o de una dictadura flexible (quién sabe si algo peor), en cuyo caso el color verde pasará a ser solamente verde y a ningún integrante de la organización se le pasará ya por la cabeza la posibilidad de relacionarlo con los estrógenos, con las galletas o con la libertad. El riesgo es obvio.
Es por ello que nosotros abogamos por un sistema inicial de compartimentos estancos a fin de prevenir el desastre. En cualquier caso, no más de tres Verdades Pequeñas en un mismo cajón. Y siempre vigiladas. Siempre.
Ángel Herrero López (Pontevedra, 1983). Relatista militante, músico diletante y ciclotímico penitente. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Santiago de Compostela. Finalista en la XIII edición (2010) de los Premios Mario Vargas Llosa NH de Relatos (modalidad de mejor colección inédita), por la obra «Hombre A, Hombre B». Incluido en la antología «Más allá de la medida», publicada por editorial Gens con motivo del I Premio Internacional de Microrrelatos «Museo de la Palabra». Orgulloso Co-fundador del Sindicato Nacional de Autores Invisibles (SNAI), actualmente presidido, a título honorífico, por don José María Pérez Álvarez. Entre enero de 2014 y marzo de 2017 publiqué (regularmente y en riguroso diferido) mis cinco libros de cuentos en el blog «PARECÍA UNA PERSONA NORMAL… (con bigote)». Actualmente persevero en el ser.
Comentarios sin respuestas