“Me hice monja porque nadie me quería” dijo con toda naturalidad. Ante el estupor de su oyente, aclaró: “No me entienda mal. Mi fe es profunda y, con la ayuda de Dios, inquebrantable. Pero, ¿para qué engañarnos? Mi primera motivación para tomar los hábitos fue la soledad”.
El anciano se acomodó en su sillón y no dijo nada. La miró con dulzura y esperó a que siguiera hablando. La hermana Piedad se colocó la toca, en un acto reflejo que él le había visto muchas veces, pasó las manos por encima de su falda, planchada con pulcritud, y continuó, “yo era una joven de mi tiempo. Devota y obediente, trabajadora y alegre. Nunca he sido guapa, lo sé, pero no me faltaban pretendientes, aunque me esté mal decirlo. Siempre me he preguntado qué veían en mi”.
Se hizo un silencio. La monja pareció cavilar sobre la cuestión. El anciano comprendía qué era eso que la hacía tan atractiva. Los años habían suavizado sus rasgos, matizándolos con un velo de arrugas. A pesar de ello, seguía teniendo la nariz demasiado grande, la cara larga, unos ojos diminutos. No era bella, pero tenía algo especial. Sus ojos brillaban con un entusiasmo juvenil que el tiempo no había podido apagar. Su ánimo y su fuerza, su dulzura y simpatía la hacían indispensable para todos. Sobre todo en el asilo.
Una tos repentina en el otro extremo de la sala los sacó a ambos de sus pensamientos. Con una sonrisa, la hermana Piedad observó: “Antes no era como ahora, usted lo sabe. Una chica decente tenía sólo un novio, con el permiso de sus padres y bajo su estricta vigilancia. Mi destino era casarme y tener hijos, ser una esposa abnegada. Bien pensado, eso es lo que soy”, añadió, reflexionando en voz alta.
“El caso es que tenía un novio. Era afortunada, lo quería mucho. Hacíamos planes de boda cuando él tuvo que marcharse. Uno de sus tíos tenía negocios fuera, en Cuba. Las cosas le iban muy bien y le llamó a su lado. En el pueblo no había trabajo y Gonzalo no se lo pensó. Su familia carecía de otros recursos. Todos coincidieron en que había tenido mucha suerte. En Cuba haría fortuna, como tantos emigrantes. Como su tío. Se fue”.
“Yo me quedé esperando. Un año. Dos. No estaba bien visto que una muchacha prometida se paseara por ahí. Se guardaban ausencias. Iba con mi madre a misa y, algunas veces, de visita a casa de mis amigas. Pero las preocupaciones de ellas eran ya otras. Estaban muy ocupadas con sus casas y sus familias. A medida que el tiempo pasaba, empezaban a mirarme con pena, la pobre chica soltera que esperaba y ellas eran mujeres casadas”.
“Sin embargo, yo no estaba triste. Gonzalo me escribía a menudo. Sus cartas estaban llenas de amor. O eso pensaba yo. Luego supe que, en realidad, eran un deslucido reflejo de las mías. Mi naturaleza alegre y optimista me decía que él pronto volvería y entonces recuperaríamos el tiempo perdido. Nos casaríamos enseguida y tendríamos hijos, que nos colmarían y con los que nos sentaríamos junto al fuego, para que su padre les contara historias de cuando había ido a hacer las Américas.”
Sonreía mientras evocaba esas ilusiones. Y sus ojos brillaban más aún. “Para no sentirme inútil empecé a acudir al orfanato que las monjas tenían en el pueblo –continuó- ya que allí toda ayuda era poca. Había muchos niños que alimentar, cuidar y sacar adelante. Todos los vecinos decían que yo era muy buena, muy generosa. Mis padres y mis amigas se hacían voces de mi entrega y mi desinterés. No era cierto. Era egoísmo. Me hacía a la idea de que aquellos niños eran míos, nuestros. Me entregaba a su cuidado porque me consolaban. Más que yo a ellos”.
“Las cartas seguían llegando con regularidad. Pero un día, llegó una diferente. Estaba escrita en un tono formal, casi impersonal. Me asustó. En unas pocas líneas, Gonzalo lamentaba decirme que tenía que romper nuestro compromiso matrimonial. Iba a casarse en Cuba y, por el momento, no volvería a España. Me agradecía mucho todo el amor que le había demostrado y me decía que en breve recibiría por correo un paquete con mis cartas, ya que no consideraba decoroso quedárselas. Me liberaba de toda obligación para con él, me rogaba que buscase la forma de perdonarlo y me deseaba que fuera feliz.”
El tono de la hermana Piedad había ido cambiando. Su dulzura habitual había desaparecido y un leve deje metálico, amargo, estaba presente en su voz. Tenía la vista perdida en el vacío y no parecía consciente del lugar en el que se encontraba. Como si hubiese vuelto al pasado. “En estos casos suele usarse la expresión corazón roto. Hasta ese momento, me había parecido una frase hecha. Pero no lo es. Eso fue lo que sentí. Un agudo dolor en el pecho. Un dolor físico, penetrante, que me cortaba la respiración y me impedía pensar”.
Se quedó en silencio un instante.
“Caí enferma – continuó, haciendo un gesto como para espantar algo, un recuerdo molesto – estuve en cama, con fiebre y pesadillas, delirando. Cuando llegaron las cartas, mis padres me las ocultaron. Temían que un nuevo disgusto me matara. Pero yo las esperaba con ansia. Y no paré hasta que me las entregaron. Las leí una y otra vez, buscando en ellas la causa del abandono de Gonzalo. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué me había dejado?”
“Mis cartas estaban llenas de esperanzas, de anhelos, de planes de futuro, de ilusión, de tristeza por nuestra separación. De palabras de amor de una niña romántica. Palabras que eran ahora burlas crueles, envueltas en perfume y lazos de raso. Lloré y leí. Releí y lloré. Despierta, lloraba y leía. Dormida, soñaba que Gonzalo y yo vivíamos felices. Y luego despertaba. Adelgazaba y me consumía, sin encontrar sentido a nada. Hasta una madrugada en que desperté empapada en sudor, cogí las cartas y las eché al fuego”.
“Fue una especie de exorcismo. Tomé la decisión de seguir viviendo. Por mis padres, que estaban enfermando de preocupación. El dolor no cesó. Se convirtió en un estado de ánimo, en una compañía constante, a la que te acostumbras”.
Sor Piedad se quedó callada. Entonces el anciano la miró y asintió, “hasta que desaparece, ¿verdad?”, le preguntó.
La monja sonrió. “Sí, es curioso. Un día, tras muchos años, simplemente ya no está ahí. Y hasta sientes un poco de soledad, como si te faltase algo que no sabías que tenías”.
“En aquel entonces, compuse una sonrisa y seguí adelante. Sin embargo, algo se había roto en mí: mi confianza en la gente, la inocencia de la juventud, quizás. No sé. Era apenas una niña, poco más de veinte años. Sin embargo, me convertí en una solterona. Había estado prometida demasiado tiempo. Y, a pesar de que jamás había intercambiado con Gonzalo más que algún beso casto a escondidas, ningún hombre me querría ya”.
“Me consagré al cuidado de mis padres y al de los niños del orfanato. Dejé de lado mis escasas diversiones. No me interesaban, no me entretenían. Las hermanas de la inclusa se convirtieron en mis únicas amigas. Hablaban conmigo, me contaban sus penas, sus temores. Confiaban en mí, y yo en ellas. Me asombraban y me conmovían sus historias, la fe que las había hecho entrar al servicio de Dios, abandonando la compañía del resto del mundo”.
Ya le he dicho que siempre fui una muchacha piadosa. Iba a misa a diario. Pero era la mía una fe simple, sin fisuras, sin preguntas. Eso también cambió tras el abandono de Gonzalo. Perdí la tranquilidad de espíritu. Pasaba mucho tiempo rezando, intentando comprender por qué me pasaba eso a mí, qué falta había cometido, en qué me había equivocado. Mi fe flaqueaba y me atormentaban las dudas. El padre Damián, el confesor del convento, se convirtió en mi confidente. Él me explicó que la fe más simple es la de quien no duda, pero que Dios se complace con la fe que sobrevive y se fortalece tras pasar duras pruebas.
Los años fueron pasando, despacio, de forma inexorable. Mi padre fue el primero en morir, tranquilo, mientras dormía. Mi madre le siguió menos de un año después. Me quedé sola, con la única compañía de los huérfanos y las monjas que los cuidaban. Supongo que fue una decisión natural. Ellas habían sido mi refugio cuando mi corazón estaba roto y, ahora, de nuevo, buscaba su consuelo.
Después del entierro de mi madre, vendí las pocas posesiones que me quedaban, incluida la casa, y profesé con las carmelitas. Han pasado muchos años desde entonces. Mi congregación me ha destinado a lugares diferentes, pero siempre les he pedido el favor de poder ayudar a quien lo necesita. Antes cuidaba niños, ahora acompaño a los mayores. Quizá por mi edad”.
La hermana Piedad sonrió para dar por terminada su historia y volvió a colocarse la toca, nerviosa. Tal vez creía haber hablado demasiado. El anciano la miraba con ternura y le sonreía.
-“¿Puedo hacerle una pregunta, hermana?”
-“Por supuesto”
-“¿Cuál era su nombre antes de tomar los hábitos?”
Cogida por sorpresa, la mujer pestañeó y la sonrisa desapareció de su rostro.
-“¿Por qué lo pregunta?”
– “Usted me ha contado la historia de una mujer que se hizo monja. Conozco su nombre de religiosa. Me gustaría conocer el de la mujer, sólo eso”.
-“Mi nombre era Clara”, dijo ella.
Mirando el relojito que llevaba en la muñeca, se levantó de la silla y dijo: “Debo irme, he estado aquí entreteniéndole con mis cosas demasiado tiempo. Descanse usted, volveré luego”.
-“¿Me lo promete?”
La hermana Piedad sonrió de nuevo, se estiró la falda y asintió distraída, mientras se alejaba por el pasillo.
Comentarios sin respuestas