“La sombra es el alma en llamas que ilumina al universo entero”
Angélica Liddell
Las jodidas condiciones para salir a la calle, para reír, para follar. Los términos exigidos. Los códigos. Las jodidas condiciones para tener diecinueve años. Para existir. Las jodidas condiciones para morir.
Se llega a un final. Se llega a un final. El dibujo y la palabra surgen como reacción física ante la vida. Ese es el origen. Un final. Se empieza a escribir, a dibujar, se empieza a rayar la carne del papel cuando se llega a un final.
Antoine V., poeta y artista plástico franco-mexicano de diecinueve años, ha vivido en México, su tierra natal, además de en Nueva Caledonia, Marruecos, El Salvador, Colombia, España y Francia.
Su última residencia ha sido el “Château de Seysses”, construido en los alrededores de Toulouse en el siglo de la revolución francesa, residencia en sus días de esplendor de una familia de ilustres personajes de la armada, de la política y de la magistratura francesas, y reconvertido en 1962 y tras la ceniza del tiempo en “Clinique psychiatrique du Château de Seysses”, función que sigue desempeñando en la actualidad.
Allí se retiró el poeta y artista plástico que hoy presentamos entre los meses de febrero de 2024 y abril de 2024, para, según sus palabras, probar todos los cigarrillos del mundo.
Desde los jardines del castillo se ve la iglesia como si uno fuera templo de adoración del otro, o como si ambos fueran un único símbolo, una quimera frente a un espejo. Alguien eleva una oración frente al altar de la iglesia. Del otro lado, Antoine sueña.
Calaveras. Flores. Astronautas. Cuchillos. Lleva consigo su diario, su íntimo refugio, su cámara de vacío para cielos pétreos, la mayor libertad de este mundo. Tiene la extrema juventud y el corazón de los poetas. Tiene las heridas, también. Con todas ellas arma su yelmo de oro, su caballo de guerra, su flor del silencio, delicada y feroz.
Hoy nos asomamos a una pequeña muestra de ese diario, “ The Healing Game”, escrito en la bañera, en los pasillos, en las antiguas caballerizas, en el torreón del ala oeste, en los jardines del castillo. Nos asomamos a esa habitación fantástica que es el diario de un poeta.
Una noche de febrero se apagan las luces en el castillo, como siempre a las once. Ha quedado el pálido resplandor de los pilotos de emergencia sobre los marcos de las puertas, cuando un ángel en pijama burla la vigilancia de los pasillos y entra en la habitación de Antoine. Es Mila, compañera de este peregrinaje insomne, de este viaje de invierno a quien ha conocido hace unos días fumando cigarrillos egipcios, envueltos ambos en un silencio exquisito. Esa noche hablan al principio de cuestiones prosaicas del centro. Mila tiene unos ojos negros, minerales, una chica silenciosa con el juego en la mirada y con un afilado sentido del humor. De repente, su risa es casi un objeto. Es lluvia. Es inundación. Hablan de licores, bicicletas, ciervos, volcanes. Ríen. Son dos jóvenes en la línea de sombra de Conrad, pero que encuentran entre los muros del castillo, una nueva forma de vértigo, algo parecido a una forma de paz. Les parece increíble el hecho de que no se hubieran conocido nunca, de no ser por una serie de accidentes o milagros cruciales, de sus propias decisiones completamente inverosímiles en el laberinto de los días. La conversación deriva entonces hacia el oscuro origen de su travesía, que les ha llevado a cada uno a ese centro hasta guiarlos a esa habitación y sentarlos en la cama frente a frente en esa noche de febrero.
Poco a poco, el desierto de la ventana se ve invadido de estrellas frías. Los dos tienen marcas en el cuerpo y Antoine le muestra sus cicatrices. Ella toma el mismo rotulador de punta fina que él utiliza para su diario. Le saca la tapa, acerca la punta a la herida que él le acaba de mostrar y se detiene unos segundos allí -en un umbral de tiempo que es un mundo- antes de empezar a dibujar. Se miran a los ojos. Sonríen. Se acaban de conocer y son hermanos de sangre. Hermanos gemelos. Un único corazón que late con violencia.
Entonces, sí. Ella empieza a dibujar sobre la piel lacerada. Cubre toda la cicatriz con un cielo de estrellas.
Alguien dijo que el poema del poeta es su vida. Siempre.
Si esto no es, nada es.
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