Esquina inferior del cuadro, Miguel Ángel Zapata Carreño, Menoscuarto, 2011
No sé cuánto tiempo llevo escribiendo sobre Zapata Carreño, escritor granadino (1974) afincado en Madrid desde hace años. Aunque imagino que llevo más reflexionando sobre su obra, la cuentística, la microrrelatística y la novelística, que todo le da tiempo a trabajar al autor.
Esquina inferior del cuadro es un libro de alguien acostumbrado a trabajar el texto breve, a recibir elogios y premios por ello y con una mente explosiva en cuanto a imaginación, técnica y derroche léxico se refiere. El libro está dividido en tres partes, contiene once relatos y los títulos de cada sección pueden dar algunas pistas de lo que podemos encontrar en el volumen: ‘Los pequeños apocalipsis’, ‘Hojas para un calendario amarillo’ y ‘Cuerpos extraños en la periferia del ojo’. Si analizáramos algunas de las palabras y el simbolismo que pretenden transmitir, podríamos recabar una información interesante para enfrentarnos a un corpus textual divertido, profundo y cargado de lecturas. Las derrotas personales que no interesan a nadie, el paso del tiempo condenadamente destructor y (puede que) el arte como propósito para (des) mejorar la realidad que nos ha tocado en suerte, sean una reducción primera de grandes temas que ampliaremos a lo largo de estas reflexiones de cada parte y relato y cómo no, del conjunto total de la obra.
Como Zapata lleva en esto —escribir, publicar, presentarse a premios, conseguir decenas de ellos…— más de veinte años trabajando distintos géneros con éxito de crítica, el año 2023 fue el elegido para que se le concediera el Premio de la Crítica de Andalucía por una de sus novelas más potentes hasta la fecha: Nos tragará el silencio. A sus obras largas no les falta imaginación, pero cumplen otro propósito, más terrenal por decirlo de alguna manera, cuando no, realista directamente: solo que el realismo en Zapata en matizado por el lenguaje, los personajes y el foco que sobre ellos coloca y los caminos por donde nos guía la historia a quienes la leemos. Si centramos estas palabras en su obra corta, su microficción compartiría espacio con autorías como la de Borges, Ana María Shua, Julio Cortázar o Patricia Esteba Erlés, por citar solo cuatro ejemplos que nos pueden venir a la cabeza al leer piezas de Zapata.
Zapata empieza el libro planteándonos un par de ideas que reforzará a lo largo de todo el volumen como iremos desgranando en estas matizaciones: la palabra nombra con idea creada de manera aleatoria, así que ¿por qué no podemos creer en/crear otros significados, matices o códigos? Tendremos eufemismos, por supuesto: pero también disfemismos; necesitamos belleza, pero también fealdad. La oposición entre el bien y el mal es lo que alternativamente nos atrae y nos sojuzga, de tal manera que nombraremos la realidad, pero, a la vez, palparemos una realidad otra, una especie de congestión realista que le da pie al escritor a observar rasgos del mundo nuestro con una herramienta —bisturí que sutura a la vez la herida creada al nombrar esa otra realidad— que siempre nos sorprende, un léxico concreto y metafórico que se vetea en el libro de manera equilibrada. La otra idea será la transformación —metamorfosis pura— de la rutina en otro momento que nos quebrará las expectativas que teníamos al empezar un relato, y en esto, Zapata es especialista: sus finales son muy ilustrativos de esto, pero para llegar a un final de esos que marcan, de los que dejan huella, el desarrollo del relato tiene que estar acorde con la extrañeza, alegría o melancolía que vaya apuntando el escritor en las páginas que ocupa la historia.
No es necesario haber leído a las figuras más llamativas de la literatura, pero quien haya recorrido la senda de la literatura hispanoamericana, descubrirá huellas peruanas, argentinas, cubanas… nos referimos a cuentistas de allá que Zapata recoge sutil y delicadamente, como si nos ofreciera una flor que podemos o no reconocer —no es lo más importante—, pero de la que enseguida descubrimos fragancia, colorido y textura.
“En flor”, la delicada pieza narrativa que abre el volumen, es una tallada esmeralda en sí misma: el verde que recorre el relato, las delicadas facetas que muestran los personajes implicados y el brillo final en contraste con la esperanza, son alicientes que disfrutaremos debido a la precisión, selección y elegancia regaladas por el escritor. Adolescencia y crecimiento, traiciones y desasosiego por cómo la infancia deja paso a una edad mejor, como todas, pero que desintegra esa inocencia primera para dar paso a conversaciones otras, intereses otros que desembocarán en un «hiato de erotismos imberbes». Este ejemplo del nivel metafórico de Zapata es un aperitivo para lo que encontraremos a partir de entonces: muy medidas las metáforas e imágenes, nada barroca la utilización de las mismas, sin embargo son fosforescencias en las oscuridades que a ratos podemos tentar al leer lo que vendrá, nos iluminarán el pensamiento y nos harán sonreír al descubrirnos pensando en variantes, como tiene que ser un buen libro, esto es, no acabarse en sí mismo sino que tiene más vida allá, entre la lectura (del presente) y la relectura (del porvenir): quien lee, interpreta e impulsa una nueva memoria en la próxima lectura.
Alguien que no lee mucho habrá «malversado dioptrías», los «pirómanos en celo aguardan la devastación» futura como amantes que pierden noches con «una almohada preñada de clavos»: estas expresiones nos servirán para conocer a la protagonista de la pareja que vive en el siguiente relato, titulado “Procesos. Devastaciones” —en otro orden de cosas, Zapata con su tercera novela concluye el llamado ciclo de la degradación”, del derrumbe, del acabamiento: revisemos este relato a la luz de sus tres novelas, o viceversa— en el que una pareja lee, tiene sexo y se funde a sí misma en otras disquisiciones degradantes y perpetúa una soledad que acabará siendo la verdadera protagonista.
Esta primera parte concluye con una historia de infancia problemática: ¿la literatura ha de ser comprometida? Parece que en sí mismo, el acto de escribir —tal como está el patio— no sea ya revolucionario, y más si hablamos de libertades, correspondencias entre lo pasado y lo futuro o como en “Fin de función”, si se denuncia la violencia ante la diferencia: hoy se puede leer de muchas maneras este relato. Niños y niñas que lo pasan realmente mal porque no tienen una ayuda externa para defender lo que son, lo que quieren ser, y se dan de bruces ante la realidad más cruel que es la de sus propios compañeros, extendiendo la pena hasta la casa y a la vida por completo.
Otras dos herramientas, que pueden ser una y su filo, son lo resúmenes y la diseminación-recolección, de la(s) que Zapata hace gala: nos sirve el conjunto para afianzar detalles, recordar de donde venimos y nos abre el camino para transitar finales y desarrollos al cabo de la historia.
Principios y finales serán lo que nos atraiga y despida en cada relato con una verdadera pasión textual por interesarnos y por dejarnos con la boca abierta: la maestría, como decíamos antes, no viene con la sorpresa por la sorpresa, ya que el autor en ningún momento aparenta querer estar por encima de lectoras y lectores, sino que controla la historia de tal manera que nos permite disfrutar de cada paso, es decir, desde la explosión del principio —explosión controlada con diversos arranques, que, por supuesto, cumplirán diferentes funciones en nuestra cabeza— para despertar la curiosidad, pasando por el desarrollo donde mezcla conocimiento y exposición de personajes, diálogos sin encarta, reflexiones y focalización muy entreveradas, descripciones justas y una trama que se sigue con picos de interés creciente hasta llegar al sorprendente final, impresionantes finales que culminan la puesta en escena que requiere una buena obra cuentística.
La metaliteratura será crítica, autocrítica y derrochará ironía, otra de las características del libro, ya que el autor parece reírse de su propia voz narradora, no tomarse en serio la gravedad —que es bastante— de algunos de los relatos. En la segunda parte, los cuatro relatos que la conforman, la vejez y la animalidad pueden ser dos constantes que se irán depurando en relatos extraños, melancólicos, en los que la observación de lo raro —las realidades enrarecidas son prioridad para el cuentista— servirá para que el Canal Tresss y la televisión como compañía reiterativa en varias ambientaciones, va a ir construyendo una atmósfera que a lo lejos nos recuerda a ese Foster Wallace de “Mi aparición” en La niña del pelo raro, algo más de cerca podríamos distinguir a Nabokov y de pronto, entendemos que si Juan Ramón Jiménez adoraba a un burro y la belleza conmovía natural y gris, peluda y suavemente, ¿por qué no aceptar el simbolismo del animal que aparece en “Nuestra manera de gruñir” como el eje de la resistencia de lo infernal, el reverso de Platero? Es más, aventuramos: ¿por qué no pensar en la literatura como destructora de hábitos y rutinas que nos colocan en lugares infernales por educación y compromiso social? El Platero inmortal que aquí aparece es elevado a criatura mítica, como si la literatura pudiera alzar a dioses, y en verdad puede alimentar mitologías, religiones y obras literarias.
Otra constante, los tedios, el aburrimiento, la dejadez vital, será un lazo común que nos acompañe por diversos cuentos, construyendo una pasarela más para que al finalizar la lectura nos demos cuenta del trabajo que lleva armar un buen libro de relatos que permanezca —por diferentes motivos— en nuestra memoria lectora.
Atrocidades ocultas y exhibidas — aló, señor Ballard— y de nuevo la televisión como símbolo de todo lo esperable, de todo lo ansiado, de la fama y el reconocimiento, del orgullo de sentirse contemplada la persona hasta en su más intrínseca intimidad: mejor título no puede llevar el relato que abre la tercera parte, “Prime time”, y sus presentadores y público, y luces y sonidos y aceptaciones, maravillosa y misteriosamente desembocarán nuestro recuerdo lector en Lovecraft: ¿cómo lo hace Zapata? Lean el relato. Alucinen con el desarrollo. Maravíllense con el final.
Entre la cantidad de antihéroes que surgen de la cabeza del cuentista tenemos a Cándido Fanjul, noble personaje que espera y espera un destino exquisito y que cuando el mismo brota, no duda en convertirse en un nuevo “Noé”: elementos que nos sonarán como la tele, harán que el protagonista, con ese tedio también re-conocido, se atrinchere «masticando salchichón y derrota», en un nivel tan bajo de confianza que temeremos por el futuro del personaje. El relato es un ejemplo de prodigio temporal: es sabido que el cuentista utiliza las herramientas temporales como la elipsis, las anticipaciones y las retrospecciones, pero utilizarlas de manera correcta, en su lugar justo y un uso proporcionado y acompasado mediante transiciones delicadas, está al alcance de poca gente.
El arte aparece en el relato que da título al libro: un pintor y sus cuadros en un breve relato, dan pie a un juego de narradores y desquicie de la realidad que nos hará pensar en el mejor fantástico, en el terror, en Machen, Llopis, relecturas de Bierce, de nuevo Lovecraft… Una retahíla de artistas del desasosiego a la que podemos sumar a Zapata que, para finalizar el libro, compartirá un epílogo con quienes leemos titulado “Los trabajos del astrólogo” y que, en nuestra opinión, es su lugar exacto, el último de esta parte última y último del volumen. Es de antología: todas las herramientas, todos los elementos —sutiles, atravesados por las nuevas acciones y observaciones del protagonista—, los cambios exactos de narrador, la visión de la literatura como algo que puede recoger el «argot de tinieblas» de la noche y escuchar (hacernos oír, tras decírnoslo; que lo leamos, tras escribirlo el cuentista), percibir «los susurros de las cosas abiertas en pulpa». La misma escritura del texto, en párrafos abiertos, sin un punto final y aparte, excepto el último —y quien lo lea sabrá por qué— está apostada detrás de ese maravilloso discurso en el que la obra de arte, la herramienta que es la palabra y todo el compendio literario que supone un libro, esa escritura, decíamos, es legible como forma perfecta para el fondo que se trata, la trama del relato se ajusta a la historia y la historia a la trama: de lo excelso a lo miserable, de la magnificencia del lenguaje culto al depauperado léxico de la realidad: las divinidades, la mentira y la verdad, la impotencia de la vejez y el éxtasis del amor, la muerte y la maravilla, la ilusión de la levedad, el remordimiento de la realidad al ser tan ella, aplastadora de esperanzas y a la vez, capaz de engendrar personas que observan y ponen por escrito cómo juega una niña. Un ejemplo de lo que puede conseguir Zapata, lo efectos que crean sus palabras: dos niños, en una situación extrema en su casa, son observados por el astrónomo que dice: «en una de sus manitas temblonas, un objeto brilla a la luz de la tele, retándome a conocer su identidad de cuchillo, aurora boreal o mando a distancia». Espectáculo literario puro.
Potente, llamativa y de relecturas varias, la literatura de Miguel Ángel Zapata dio, da y dará frutos extraños, hermosos y artísticos como este Esquina inferior del cuadro.
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