Rodrigo Fresán, Historia argentina, Random House Mondadori
Que treinta y tres años (¡!) no es nada
Publicada originalmente en 1991, cuando el autor contaba con veintiocho años, esta Historia argentina, como buen libro posmoderno que es, y digno hijo del padre que tuvo y tiene —prescriptor mayor de la orden de los inserts: que se lo digan si no a sus editores—, ha mutado, atravesado épocas, asombrado a miles de personas que se acercaron a su lectura, divertido y resistido al paso del tiempo que lo viera nacer.
En España la primera edición aparece en Anagrama, mutada años después en la misma editorial al haber sido fagocitado un cuento por otro (“La situación geográfica” fue escrito para la versión española y es devorado en la nueva edición por “La vocación literaria”; recordemos que el orden de los relatos, al menos los dos primeros, también recuperaron su original posición, cuenta el autor, ya que en la edición argentina “Padres de la patria” se colocaba segundo tras “El aprendiz de brujo”). Variaciones, mutaciones y añadidos que se sentirán puntualmente protagonistas con otra edición más en Anagrama, digamos la canónica —si esto puede servir como adjetivo para fijar un libro de Fresán— en la que dos paratextos, uno de Ray Loriga en el que cuenta que marchó a Argentina para conocer al autor tras leer el libro que lo impactó y un segundo más académico en el que cada cuento es analizado por Ignacio Echevarría, con todo lo que supone esto último. Fresán, por su parte, que opina que cada libro ha de defenderse solo, sin prólogos por delante de la obra, añadía feliz (y por petición popular) “La pasión de las multitudes”, cuento de fútbol argentino que viene a redondear el estado de las cosas del libro que es mito, criatura mutable y experimento tralfamadoriano. Dos versiones más en Random House (con palabras en faja de Mariana Enriquez, por ejemplo) revela un índice como el que sigue:
Padres de la patria
El aprendiz de brujo
El único privilegiado
La formación científica
La pasión de multitudes
Histeria argentina II
La soberanía nacional
El lado de afuera
El asalto a las instituciones
La memoria de un pueblo
El protagonista de la novela que todavía no empecé a escribir
El sistema educativo
Gente con Walkman
La Roca Argentina (12 Grandes Éxitos)
Historia antigua
La vocación literaria
La última edición y segunda en Random House es la que vamos a seguir para decir —si es posible— algo más sobre un conjunto de relatos que puede ser leído como una novela para armar, un sinfín de historias cruzadas, en formación, y cuyo hilo conductor será la sorpresa, la diversión, la historia real y ficticia, la ficción y la realidad, el paso del tiempo, el sentido del amor y cómo no, la juventud, la belleza, el terror y la literatura. Casi nada para una primera obra que pretendidamente por el autor sería “muy argentina”, pero de ese lado de afuera, del otro lado de la argentinidad que alguna gente quería buscarle al libro.
«…que el libro siga mutando, sin temor y con alegría, con el paso de los años y de las páginas». Y bueno, sí: ahí vamos.
Sumergirse en las aguas prístinas y densas de este libro requiere una alegría inicial. Vamos a conocer la ficción de la historia argentina, siempre más verosímil que la realidad: la imaginación de Fresán no obvia temas importantes para la Argentina como nación: las Malvinas, el fútbol, la dictadura, las desapariciones, el golpe de estado; ni olvida incluir otros que pueden ser referenciales e incluso autorreferenciales, a saber: la crisis personal, la educación literaria, la familia como oh mfg, ¿qué pinto yo en este espacio con estas personas? (que nos hará recordar la frase tomada de Pascal por Bolaño para abrir Amberes: resumida en ¿Quién me ha puesto ahora aquí?), el sistema de valores y educativo del país que lo viera nacer y, por supuesto, la destrucción de mitologías argentinas como nacionalismos o figuras exaltadas y exaltantes de la historia de ese casi inexistente país de origen, como podemos leer en varias piezas del libro por un autor que no es Fresán, un narrador que elige perfectamente lo que contar y silenciar, cómo contarlo y cómo elidir ciertas informaciones, pero no hurtando extractos, sino aportando expectativas, generando intereses incluso contrapuestos —Mariana, Alejo, Nina, Martín… ¿qué infancia tuvieron?, ¿qué papel jugó el golpe militar y la dictadura argentina en sus vidas, en su crecimiento, en su formación personal?
Los placeres de la relectura son múltiples. Los de la investigación, puede que más ardua, enormes: tenemos una serie de profesionales de la lengua y la literatura que conforman un grupo fresaniforme de trabajo intelectual sobre la obra del argentino, y ya que los años han pasado para quien esto escribe respecto a la primera lectura que realicé allá por el 98, he ido conociendo reseñas, estudios, artículos e incluso hasta tesis sobre Rodrigo Fresán, Historia argentina y demás obras fresanianas: en las reflexiones se recogen posmodernidad y características; ese espacio voluble, volátil y líquido como es Canciones Tristes, lugar que muta también a gusto del escritor, que lo coloca donde quiere o le viene bien, manifestaciones diferentes de la guerra, los soldados gurkhas y los cantos nacionalistas sobre el fútbol, las fiestas o la mentira, la metaficción y el despliegue de recursos que Fresán utiliza para contar, contar lo ya contado y que nos apasiones, divierta o emocione, el uso de las epifanías y las influencias de su imaginario escritor.
La admiración que reflejan estos estudios, imagino que no es menor que la de quien esto escribe y ya escribiera por primera vez en el 99 o 2000, las primeras reflexiones sobre este libro. Por entonces escribía sobre las autorreferencias, la maldad, los detalles argentinos y la construcción interna de la gran historia —dividida en ramales diversos, pero con protagonistas comunes, espacios compartidos y un humor muy particular— que se nos cuenta en las páginas dedicadas a retocar la historia de un país que parece deshacerse en las manos —escritoras— de biógrafos, charladores compulsivos, recolectores de las historias más ficticias pero verosímiles y cómo no, de los relatos orales, escritos e inventados por otra gente, resumidos, prefigurados y anunciados con antelación para que la curiosidad y la desconfianza —esos narradores mentirosos, esas piezas que juegan el papel que casi exigimos para sentir que leemos algo falso para, acto seguido, preguntarnos: ah, ya, pero ¿qué es lo falso? ¿Acaso existe la mentira y la verdad en literatura? ¿No se trataba de que todo fuera verosímil?
La imaginación que Fresán posee es muy inteligente: hace años leí que las ficciones de Fresán alimentaban —no es textual y no recuerdo quién lo decía— a los yonquis con mono que ellas mismas creaban. Algo así, ya digo: sus relatos pretendían alimentar una creación de pequeñas mitologías que solo se cumplían en la lectura y se completaban en relecturas y siguientes obras. La generación de personajes especiales, diálogos mínimos y tan efectivos, ambientaciones que recrean la excelsa vida de algunos y algunas para terminar en el fango y pobreza de la historia, provoca ciertamente un ansia por saber en qué nos va a meter la próxima vez el escritor, en qué estará trabajando para sorprendernos.
El mundo de Fresán parte de este libro y se expande en el resto de su obra. Acá conoceremos pilares básicos como la organización de un lugar donde eventos importantes pueden ir sucediendo en diferentes épocas, aunque los setenta —e incluso los ochenta—por cuestiones obvias, sean los años fundacionales de ciertos sucesos históricos, Fresán se convierte en taumaturgo y conjura tiempos —cada vez más—, lugares y personajes, así conoceremos la unión de Sad Songs, Canciones Tristes o Planicie Banderita, uno y trino espacio donde algún que otro personaje se perderá o reencontrará consigo mismo en este y otros libros.
Porque en este y otros libros, Fresán contempla la maldad y la cuenta. Cuenta sobre la riqueza, la utilización fraudulenta y aprovechada de la misma y de los supuestos valores que clases privilegiadas de su país expelen por sí mismas: niños que creen ser dueños de mucamas, adoradores de la imaginación calenturienta que se sienten primeros de clase y vida y mundo, porque son especiales, valientes y con suerte. Nada que ver con quienes tienen la mala suerte de caer en otro lugar, en otro tiempo. Al leer las diferentes críticas que se hacen del libro, hay por ahí alguna crítica que opina —y estamos de acuerdo— que el libro es un zarpazo al liberalismo salvaje, ya que la crítica que encontramos al egoísmo, la respuesta a la individualidad que durante los años de antes se vino vendiendo —que no ha dejado de aumentar para alguna gente— o esa muestra de salvajismo sexual mezclada con secuestros, el consumo de drogas y la superficialidad de algún personaje, no convierte al libro en un libro social, del llamado realismo social, pero no deja de ser un ejemplo de cómo tomar criterios ficticios, elementos paródicos del realismo mágico y detalles (auto) biográficos, véase ese caballo negro como la noche que no deja de ser (re-) escrito, el niño que quería ser escritor o el vuelo de alguna terrorista de estado desde un avión, es decir, sucesos compendiados como verdaderos en la historia para trasmutar la Historia, consiguen divertirnos, sorprendernos y empezar a comprender que este libro es mucho más que un conjunto de historias sobre un país que adora el fútbol y tiene a Maradona por Dios. Que también aparecerán, como aparece Mickey, la calavera de Mozart o unas llamadas telefónicas que siempre me recuerdan al principio de alguna historia de Paul Auster, guía y patrón de, entre otras cientos de cosas, del azar literario más selecto y prístino en literatura.
Hablábamos de Maradona, lo asociamos con el capital y la tercera persona, remedamos a Borges con sus inmortalidades y tenemos una elegante sucesión de hechos que pueden abrir un libro fragmentario, pleno de discursos diferentes que se solapan unos a otros y estilo definido, como si el autor quisiera enseñarnos que sí, que conoce las cartas, pero que también sabe variar los juegos que con ellas nos deslumbrará y no habrá monotonía ni uniformidad en sus relatos. Porque el equilibrio logrado —más allá de los cambios, añadidos y afinaciones de diferentes reimpresiones— es producto de un minucioso trabajo selectivo en la cantidad de información, en la división de acciones de personajes y en la alusión consecuente a las elipsis que después, al avanzar en la lectura, rellenaremos quienes vamos leyendo y completando tramas: si seguimos conociendo referentes fresanianos, lecturas y autores favoritos, si nos preguntamos por qué Joan Didion o Cheever o Vonnegut, podremos examinar la obra del argentino y plantearnos teorías sobre su propia ficción a la luz de ciertos referentes. La historia argentina contempla años de vuelos de personas desaparecidas desde aviones en los años oscuros de la dictadura y en este libro, ya decimos, Fresán no deja de transmitirnos el terror de la ciudadanía, la incomprensión hacia unos medios silenciadores tan extremos como bárbaros e incluso —asociamos— nos planteamos si uno de los personajes más hermosos de Fresán —“La chica que cayó en la piscina aquella noche”— además de ser un brillo de luz en las fiestas que se celebraban, digamos junto a Burt Lancaster, en relatos cheeverianos dignos de las más luciferinas epifanías, si no podría ejemplificar o estilizar con su parábola de saltarina o empujada, aquellos asesinatos en el aire de militares enzarpados en un horror devorador de vidas. No sé. Puede ser el símbolo posterior al horror de entonces. La mirada futura y hermosa que trasmutó el pasado engendro del horror.
Qué cosas. La chica de la piscina, si no recordamos mal, no entrará en acción hasta que Vidas de santos y Trabajos manuales no dejen paso a La velocidad de las cosas. Como libros de cuentos —y piezas sobre literatura y ficción— porque Esperanto también había surgido ya como novela cuando unos cuantos personajes comienzan a recordar a la chica del elemento líquido.
La ironía de Fresán le permite tomar posiciones narradoras arriesgadas al contar escenas más que escabrosas a través de lo que nombrábamos antes: elegancia, elipsis, detalles fragmentados de algo mayor y los ya nacientes oxímoron fraseológicos tan queridos por el escritor, las imágenes sorprendentes y cómo no, los juegos de palabras que van tallando unas piezas con personalísimos rasguños, de medidas y grosores reconocibles, como si un escultor quisiera que todas sus piezas hablaran el idioma mismo que él se ha impuesto comunicar. De ahí que Rodrigo Fresán hable de que cada libro tiene que tener su lengua, cada libro ha de hablar su propio idioma: él lo practica desde el principio: en la práctica es donde se descubre si el autor leído propone y dispone y se acerca a lo teórico de su discurso o se separa. Aunque tampoco es que Fresán vaya de teórico ni nada parecido, es uno de los prologuistas —anotadores de edición— de mayor productividad de estos últimos —¿veinte?— años (un poner: la edición de Drácula; otro: Denis Johnson; uno más: Roberto Bolaño y sus novelas). Y también ejerce como traductor, claro, cronista, articulista…
Relectura también hace poquito, para preparar estas palabras, de aquel fantástico artículo titulado “Adivinen qué traje de regalo, o apuntes para una teoría del futuro del libro o del libro del futuro”: los libros, tan importantes para la formación de quien escribe, aparecen en Historia argentina como compañeros, amorosas criaturas que permiten exaltar personalidades, complejizar relaciones, conocer importantes familias y sus sagas e indefinidos espacios, convirtiendo personas en lecturas y viceversa.
Las relaciones familiares pueden desgarrar a los protagonistas y los protagonistas desgarrar juventudes, infancias. Los libros, las lecturas y las escrituras pueden servir para metamorfosear lo ocurrido, porque sí, claro: la literatura existe como algo que no tiene muchas más utilidad que contemplarnos como mutantes complejos y cambiantes: ¿cómo no va a ser útil algo que cambia una historia por muchas?, ¿cómo deseamos no vivir alternativas consecuencias a la mínima variación que un adjetivo puede colorear; que un sustantivo puede nombrar; que un verbo tomar partido por?
Los hijos y la música confluirán en el recordatoria de la más absoluta relatividad del tiempo: estas son las aperturas —Bach, G. G. (Glenn Gould)— a otros mundos, por acá se llega a Tralfamadore, y cómo no: en su tesis sobre el cuento posmodernos, al recordar a Fresán, Eloy Fernández Porta habla de la simultaneidad de las percepciones y pensamos en lo intelectual, claro, pero también en algunos derivados de los éxtasis drogadictos y las epifanías y lo que se siente en el fondo del estómago cuando algo aparece delante de nuestra cara —y quizá ya estaba allí—, pero algo nos impedía verlo, algo cegaba la visión de la plena felicidad ante, digamos, la relectura —Fresán dixit: «no hay novedad… pero nos hemos quedado con un perfume inolvidable»—, la belleza de El pequeño libro de Anna Magdalena Bach (o las canciones de Julio Dellaroca compartiendo estudio con Bob Dylan), la contemplación del destino de unos personajes que se nos clavarán y nos acompañarán, los acompañaremos, unas cuantas tramas que nos dejarán henchidos de ficción y cómo no, referencias que nos harán sonreír, nos emocionarán y harán con nuestra lectura de Historia argentina algo hermoso: será, el uso del libro, memorable y esto es digno de mención.
No es de extrañar que la parodia sea una de las herramientas que el autor argentino prefiere, ya que le permite —y ya termino— exponer vacíos en los llenos resortes de la realidad, los penosos agujeros en las maestrías excelentes o las vanidades más huecas de las relaciones entre individuos que no merecen la pena, ni como mundos individuales ni mucho menos como compartidos universos.
Fresán sigue encandilando desde una posición privilegiada de lector, escritor y relector: su propia obra es releída, reconstruida y reflejada de nuevo por el mismo autor, de ahí las variantes, inserts y añadidos que practica en sus diferentes obras.
Historia argentina es la puerta ideal para conocer los diferentes paraderos donde Fresán esconde gran literatura, personajes entrañables e historias mutadas desde un punto de vista que interesa por apasionante y nos emociona cuando el trabajo lector cumple su función.
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