Cabaret Voltaire. 320 páginas. 2023
Como todos sabemos, la literatura marroquí (y la de origen árabe) es una gran desconocida para el gran público, ignorada por los medios y apenas reconocida por cualquier sector que se relacione con el mundo del libro. (Para los incrédulos —con razón, de mí nadie debería fiarse— propongo un reto: preguntad a quien tengáis más cerca el nombre y la obra de tres autores marroquíes sin que puedan recurrir al comodín de nuestro tótem Chukri. El resultado será digno de meme).
Somos unos cuantos, contados, tres o cuatro cada cien kilómetros, que sí permanecemos alerta, un tanto hambrientos —y se conoce que de un famélico tampoco uno puede fiarse—, que celebramos cada vez que, heroicamente, editoriales como Del Oriente y del Mediterráneo nos proporciona una nueva publicación. Nos reanimamos como legión zombi serpenteando hacia las irresistibles librerías para morder la última novedad, sin discriminación de por medio: toda literatura árabe y/o amazig nos resulta suculenta y vital, aunque la obra esté parida en una lengua colonial. Es incluso divertido, os animo a observarnos, pero lo es más, fijaros en las caras que ponemos, cuando constatamos que las reducidas apuestas de las grandes editoriales solo se atreven cuando las obras árabes se han comercializado previamente en otros países europeos y el zénit llega, nos tronchamos, con los miembros de los jurados de los premios tan lucrativos que, sin escrúpulos, no dudan en compartir con el resto de mortales sus sueños húmedos alabando obras que bien podrían llevar en la faja lemas del tipo: ¡Qué rico está el cuscús! ¡Qué curiosa y oriental! ¡Ah, y encima eso de llevar velo está muy mal!
Parafraseando a Margarite Duras, leer literatura árabe es tratar de leer lo que uno leería si leyese literatura árabe y con obras como De la boca del caballo sale la verdad, con traducción de Malika Embarek, nos llega Yedmía, una mujer que es prostituta y a su vez lleva velo, que vendría a dar la razón a la autora francesa. No toda obra marroquí será buena, pero cuanto más conozcamos las corrientes literarias del país vecino más fácil nos resultará dar con una que sí merezca la travesía por el desierto.
De la boca del caballo sale la verdad arranca en primera persona, con banda sonora de Najat Atabou, (muchos recordamos Princesas y el tema de Manu Chao) narrando un presente que avanza con mucha resaca, noches regadas con Flag Spéciale y vino peleón de Meknés y el humo de los cigarros Marvel. La protagonista nos acerca a su vida como si de olas del Atlántico se tratase: un día te mojas los pies, al siguiente, confiado, te ves arrastrado hasta el fondo por corrientes que no perdonan. Las horas de Yedmía se cuecen a fuego lento, al ritmo de los culebrones, con un brazo que solo se mueve para cambiar de canal, un cuerpo que se agita lo justo para ganar esos riales que sirven para alimentar a quien abre las piernas y, también, a su hija, a su madre, a la suegra y al enfermo de hachís de su marido, que la introdujo en el mundo de la prostitución y que no se cansa de chuparle la sangre y vaciarle los bolsillos.
Alaoui toma una serie de decisiones en su debut literario que demuestran que la autora tiene buen oído y unas influencias literarias canónicas. Por un lado, nos entrega el libro como un diario íntimo, pensamientos en voz alta de una joven que cursó la enseñanza obligatoria sin pena ni gloria y que, buscando a su galán de telenovela, ella misma acaba introduciéndose en la boca del lobo sin sospechar que está embrujada por el amor romántico, como sucede en la mayoría de casos. La voz no es ingenua, coquetea con el humor incluso (aunque a mí me cueste soltar media sonrisa mientras leo algo tan cercano), y no duda en usar la segunda persona para agarrar al lector, para reproducir esas escenas callejeras que tanto suceden en las calles donde reina quien tiene que reinar, con permiso de la policía; el dinero no lo compra todo, pero sí a las fuerzas de seguridad. Hay otras decisiones en la escritura de Alaoui que nos lleva a un diálogo entre la literatura y el cine popular y de sobremesa de los canales captados con parabólica: los culebrones. La autora nos lanza un aparente drama de carácter turco o venezolano, aquellas producciones de los noventa, para confundirnos, para que permanezcamos atentos y sospechemos que en cualquier momento llegará la estacada final, una venganza retorcida, una femme fatale que se sale con la suya manchándose las manos. En cambio, Alaoui adopta la gramática del cine por una simple y certera razón: en la literatura y en la vida, aunque nos fuercen a creer lo contrario, también existen los finales felices.
Compadezco, si caen en esta lectura, a los amantes de los escenarios orientalizados, a los que buscan aromas intensos, colores brillantes, el humo embriagador de una tetera ya que otra de las decisiones que toma la autora, como cualquier buen escritor, es dar un carácter realista y veraz a las calles de Casablanca y a los escenarios íntimos donde sucede mayor parte de la trama. No hay postales en la obra: zocos, minaretes, alfareros. Entre sus páginas encontramos un taller de reparación de coches, unas escaleras polvorientas cerca de un ultramarinos donde fichan cada día las prostitutas, un bar de copas clandestino. Hay líneas entre las líneas, quizás demasiado sutiles. Echo de menos un punto arriesgado, no hay funambulismo ni locura, pero, insisto, no os fieis de mí. Los hombres, la mayoría no salen bien parados, reciben su merecido, pero la novela se queda lejos de ser una crítica política y social, un instrumento acusador de un sistema corrupto que no duda en mirarse el ombligo y que abarca desde el Patrón hasta el último funcionario. Sin embargo, es de agradecer la mirada que ofrece sobre la mal bautizada primavera árabe, sobre la emigración clandestina o no, sobre la inexistente sororidad en un mundo donde cada cual ha de mirar por sí mismo para sobrevivir.
Es una novela con cicatrices, una obra que no esconde las costuras, con cierto compromiso social, una alegoría sobre sueños premonitorios, una autora que en algún momento de su vida conoció la sentencia de Margarite Duras y fue consecuente.
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