El 4 de julio de 1845 Henry David Thoreau (1817-1862) se traslada a vivir a una cabaña construida por él mismo a orillas del lago Walden, donde permanecería dos años, dos meses y dos días. El aislamiento de los bosques le brinda la distancia necesaria para meditar sobre la naturaleza humana y los ritmos vitales de sus conciudadanos. «Sería provechoso vivir una vida primitiva y fronteriza, incluso en medio de una civilización exterior, aunque solo fuera para aprender cuáles son las vulgares necesidades de la vida y qué métodos se han adoptado para satisfacerlas» (p. 68) [Todas las citas de Walden hacen referencia a Thoreau (2009)] . La consecución de este extrañamiento supone un requisito imprescindible para los propósitos de Thoreau, para quien el retorno a la naturaleza posibilita el desprendimiento de las máscaras, de aquello que nos distrae de la vida y nos hace perder la atención de lo que realmente importa. En sus propias palabras:
Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podia aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues vivir es caro, ni quería practicar la resignación a menos que fuera completamente necesario. Quería vivir con profundidad y absorber toda la medula de la vida, vivir de manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto no fuera la vida, abrir un amplio surco y arrasarlo, arrinconar a la vida y reducirla a sus términos inferiores y, si resultaba mezquina, coger toda su genuina mezquindad y hacerla pública al mundo; o, si era sublime, saberlo por experiencia y ser capaz de dar cuenta de ello en mi próxima excursión. (p. 138)
A menudo se busca escapar de los espacios impersonales que genera la ciudad recurriendo a cierto primitivismo utópico. Como escribe Lluis Duch, «casi siempre, cuando se hace el elogio de la humanidad primitiva, natural y acultural es o bien porque se anhela su recuperación en el momento presente, o bien porque se censura la configuración actual de los distintos sistemas sociales, que se descalifican de “antinaturales” porque se da por descontado que descarrían y pervierten a individuos y grupos humanos en el laberinto de la artificiosidad, el lujo y la falta de autenticidad» (Duch, 2015, p. 44). En Walden, Thoreau recorre este mismo camino centrándose en las necesidades básicas del ser humano. Nos han enseñado que las personas trabajan para vivir; para obtener al menos los recursos necesarios que les permitan sufragar los gastos de una vivienda o su vestimenta. Pero también nos han hecho creer que necesitamos mucho más de lo que realmente es básico para desarrollar una vida plena. Y además, todas estas necesidades superfluas no hacen si no obstaculizar la felicidad y el desarrollo humanos. «Los hombres trabajan por error. La mejor parte del hombre es muy pronto arada en la tierra como abono» (p. 63). En otro lugar escribe:
La mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación. Lo que se llama resignación es desesperación confirmada. De la ciudad desesperada marcháis al campo desesperado y os consoláis con la valentía de los visones y las ratas almizcleras. Una desesperación estereotipada, pero inconsciente, se oculta incluso bajo los llamados juegos y diversiones de la humanidad. No hay en ellos el esparcimiento que viene tras el trabajo. Una característica de la sabiduría es no hacer cosas desesperadas. (p. 65)
Thoreau hace ver también que estas necesidades impuestas quedan en evidencia ante el contraste cultural. Las tiendas de los indios, cuyo modo de vida no dejaba de admirar, podían parecer precarias, pero advertía cómo las levantaban siempre que quisieran cambiar de lugar despreocupados de la obligación de pagar una renta. En su opinión, el progreso tecnológico no siempre propicia mejoras en las condiciones de vida, ni supone el elixir del ensayo de todas las opciones posibles: «No puedo creer que nuestro sistema industrial sea el mejor modo por el que podamos vestirnos. La condición de los obreros se parece cada día más a la de los ingleses y no hay que sorprenderse, ya que, por lo que he oído u observado, el objetivo principal no es que la humanidad esté bien y honestamente vestida, sino, indudablemente, que las corporaciones se enriquezcan» (p. 81). Podemos leer otro ilustrativo ejemplo más adelante:
Se vive demasiado rápido. Los hombres consideran esencial que la nación comercie y exporte hielo y hable a través del telégrafo y cabalgue a treinta millas por hora, sin duda alguna, lo hagan ellos o no, aunque resulta incierto si debemos vivir como babuinos o como hombres. Si no conseguimos durmientes y forjamos raíles y dedicamos días y noches al trabajo, sino que cambiamos nuestras vidas para mejorarlas, ¿quién construirá los ferrocarriles? Y si no se construyen los ferrocarriles, ¿cómo llegaremos al cielo a tiempo? Pero, si nos quedamos en casa y nos ocupamos de nuestros asuntos, ¿quién necesitará ferrocarriles? No montamos en ferrocarril, éste nos monta a nosotros. ¿Habéis pensado alguna vez qué son los durmientes que sostienen el ferrocarril? Cada uno es un hombre, un irlandés o un yanqui. Los raíles se colocan sobre ellos y se cubren de arena y los vagones discurren suavemente por encima. (pp. 139-140)
Recalquémoslo: Henry David Thoreau escribe, en algún momento entre 1845 y 1854 —año de la publicación de Walden—, que se vive demasiado rápido. Bajo su punto de vista, la alternativa que permite huir de tales ataduras no es otra que el retorno a la naturaleza por la sencillez que conlleva. «Nuestra vida se pierde en los detalles» (p. 139). Por tanto, el autor promueve una suerte de ascetismo y arremete contra la estrechez de miras de sus conciudadanos cuando sostienen que no hay otro modo de hacer las cosas; en particular, argumenta contra ciertos valores culturales, como la bondad o la solidaridad, porque a menudo la filantropía de una persona impone a sus beneficiarios su propio modo de ver el mundo:
Si vamos, por tanto, a restablecer la humanidad con medios verdaderamente indios, botánicos, magnéticos o naturales, en primer lugar seamos tan sencillos y buenos como la naturaleza, despejemos las nubes que se ciernen sobre nuestra frente y llenemos nuestros poros con un poco de vida. No sigáis siendo un supervisor del pobre, tratad de convertiros en uno de los próceres del mundo (p. 127).
Este restablecimiento remite una vez más al primitivismo utópico, cuyo reflejo se expresa en las religiones abrahámicas a través de la imagen de un estadio primigenio y puro en el Paraíso. Algo que a Thoreau no se le pasa por alto cuando compara Walden con el jardín del Edén; o más concretamente, su acercamiento a la naturaleza con una aproximación a la condición de pureza suprema:
Tal vez en aquella mañana de primavera, cuando Adán y Eva fueron expulsados del Edén, la laguna de Walden ya existía e incluso entonces se disolvía en una suave lluvia de primavera acompañada de la bruma y el viento del sur, cubierta con miríadas de patos y gansos que no habían oído hablar de la caída y a los que bastaban lagos tan puros como Walden. (p. 219)
No obstante, éste no es sino solo un ejemplo de muchas exaltaciones de Walden que salpican el libro. La descripción responde muy bien a la voluntad contemplativa del autor y al empeño que muestra en presentar el paisaje como catalizador de sus reflexiones. En consecuencia, capítulos enteros de Walden, como “Sonidos” o “Las lagunas” son esencialmente descriptivos, pero no desaprovechan la ocasión de trazar paralelismos con la sociedad mediante el uso de potentes metáforas. Asimismo, recogen experiencias que podrían interpretarse como un viaje espiritual; véase como ejemplo el siguiente pasaje:
Todo sonido oído a la mayor distancia posible produce uno y el mismo efecto: una vibración de la lira universal, así como la atmósfera intermedia forma una lejana ondulación de tierra que interesa a la mirada por su tinte azul. Llegaba hasta mí en este caso una melodía que el aire había pulsado y que había conversado con cada hoja y aguja de los bosques, esa porción de sonido que los elementos habían aceptado, modulado y prolongado con ecos de valle en valle. El eco es, hasta cierto punto, un sonido original, y de ahí su magia y encanto. No es solo la repetición de lo que era digno de repetirse en la campana, sino en parte la voz del bosque, las mismas palabras y notas triviales cantadas por una ninfa. (p. 168)
No en vano, la figura de Thoreau, influenciado por las ideas de su amigo Ralph Waldo Emerson, se adscribe habitualmente al trascendentalismo. La narración también hace uso de la mitología local, mezclándola en ocasiones con escenas cotidianas, como las visitas del viejo colono que excavó y empedró la laguna de Walden. Algunos personajes, más palmarios, son utilizados por el autor para ilustrar sus tesis. Así, por ejemplo, un leñador inocente personifica su ideal de vida sencilla; mientras que el irlandés John Field, que se había establecido con su familia en la granja de Baker, representa la necedad de la que quiere librarse:
Intenté ayudarle con mi experiencia, diciéndole que era uno de mis vecinos más cercanos y que yo también, aunque pareciera un gandul que había venido a pescar por aquí, me ganaba la vida como él, que vivía en una casa impermeable y limpia, que no costaba más que la renta anual a la que ascendería una ruina como la suya y que, si quisiera, podría construirse en uno o dos meses un palacio propio; que yo no tomaba té, ni café, ni mantequilla, ni leche, ni carne fresca, de modo que no tenía que trabajar mucho, tampoco tenía que comer mucho, y que mi comida apenas me costaba nada; pero que como él empezaba con té, café, mantequilla, leche y carne de vaca, tenía que trabajar duro para pagarlo y que, como había trabajado mucho, tenía que comer mucho para reparar el gasto de energía, de modo que daba lo mismo, o no lo daba, pues estaba descontento y había malgastado su vida con el trato, aunque había creído que salía ganando al venir a América y poder conseguir aquí té, café y comida todos los días. Pero la única América verdadera es aquel país donde somos libres para seguir un modo de vida que nos capacite para pasarnos sin esas cosas y donde el estado no intente obligarte a mantener la esclavitud y la guerra y otros gastos superfluos que directa o indirectamente resultan del consumo de todo eso. (pp. 242-243)
A raíz de esta cita surgen dos comentarios. En primer lugar, uno referido a la postura de Thoreau en relación con los alimentos. En el capítulo denominado “Leyes superiores”, el escritor reconoce que durante su estancia en los bosques no le hace ascos a los resultados de la caza y de la pesca. De hecho, reclama para la caza un lugar en la educación de los hombres. Sin embargo, cree a su vez que hay razones éticas para cuestionar estos hábitos:
Siento lástima por el muchacho que nunca ha disparado una escopeta; no es más humano, mientras que su educación ha sido lamentablemente descuidada. Esta es mi respuesta respecto a aquellos jóvenes que se inclinaban por esta actividad, confiando en que pronto la dejarían atrás. Ningún ser humano, pasada la irreflexiva época de la juventud, dará muerte gratuitamente a una criatura que tiene el mismo derecho a la vida que él. (p. 249)
Con todo, no son estos los principales motivos por los que Thoreau percibe la carne como un componente nocivo de la dieta. En otro lugar escribe: «Repetidamente me he dado cuenta, en los últimos años, de que no puedo pescar sin perder algo del respeto por mí mismo […] cada año que pasa soy menos pescador , aunque no haya adquirido más humanidad ni más sabiduría» (p. 250). La clave de su argumentación reside otra vez en el balance entre esfuerzo y satisfacción, percibiendo el consumo de carne como un factor que incide de forma determinante en la organización cultural:
Hay algo esencialmente sucio en esa dieta, como en toda la carne, y empecé a ver el origen de las tareas domésticas y, en consecuencia, el esfuerzo tan costoso de ofrecer cada día una apariencia pulcra y respetable, de mantener la casa agradable y limpia de malos olores y feos aspectos. […] En mi caso, la objeción práctica al alimento animal era su suciedad y, además, cuando había cogido, limpiado, cocinado y comido mi pescado, no me parecía que me hubiera alimentado esencialmente. Era insignificante e innecesario y costaba más de lo que era. (pp. 250-251)
El segundo comentario hace referencia a la percepción que mantiene el autor sobre la relación entre individuo y Estado. Una tensión representada simbólicamente en el plano personal por el episodio en que el propio Thoreau, en una de sus incursiones de 1946 a la ciudad, es arrestado por el impago de impuestos. Al parecer, el escritor se negó a abonar la cantidad requerida como protesta por su oposición a la esclavitud y a la guerra con México y pasó una noche en el calabozo hasta que alguien pagó la deuda por él. En la época en la que se escribe Walden, el tablero político se prepara para confluir en la Guerra de Secesión. Thoreau, abolicionista declarado, percibe la esclavitud como ejemplo de uno de aquellos aspectos atroces que la sociedad normaliza para que cierto sector de la población conserve unas prerrogativas que, lejos de hacer de los privilegiados personas más libres y elevadas, a su vez los encadenan.
Aunque el capítulo “Economía” es el primero del libro, el autor ya adelanta en él las conclusiones de su experimento. Thoreau presenta un inventario de gastos de alimentación y vivienda durante los dos años que vivió junto a la laguna de Walden, mostrando el coste ridículo de sus necesidades básicas. Esto, como se ha dicho, le lleva afirmar que lo que realmente se paga por las ventajas de la vida en la ciudad supone el sacrificio de gran parte del tiempo y recursos del ciudadano medio. Usando como ejemplo a un estudiante de la Universidad de Cambridge, escribe que «las cosas que más dinero cuestan no son las cosas que el estudiante más necesita» (p. 103). ¿Y cuáles son esas cosas que más necesita? Sin duda, la educación que persigue; cuyo coste, a juicio del autor, supone solo una pequeña proporción. Pero también el ejercicio de estar en la vida. Thoreau añade lo siguiente cuando sugiere que los estudiantes deberían construir ellos mismos sus viviendas:
“Pero”, dice uno, “¿quieres decir que los estudiantes deberían trabajar con sus manos en lugar de sus cabezas?” No quiero decir eso exactamente, pero quiero decir algo muy parecido a eso; quiero decir que no deberían jugar a la vida o solo estudiarla, mientras la comunidad les apoya en este juego caro, sino vivirla en serie de principio a fin. ¿Cómo podrían aprender a vivir mejor los jóvenes sino intentando de una vez el experimento de vivir? (p. 104)
En el capítulo “Leyes superiores”, el escritor contempla los preceptos requeridos por una forma de vida espiritual superior cuyas bases residirían en la abstinencia («el dominio de las pasiones») y el trabajo: «Si queréis evitar la impureza y todos los pecados, trabajad seriamente aunque sea limpiando un establo» (p. 256). Este punto de vista laborioso contrasta con la visión perezosa que en ocasiones Thoreau asume que los demás mantienen sobre su propia experiencia: «Flagrante ociosidad para mis conciudadanos, sin duda, pero si los pájaros y las flores me hubieran observado según sus pautas, no habrían hallado falta en mí» (p. 158). El autor, quien encuentra inspiración para su tesis en la filosofía védica y el confucianismo, sostiene que la aproximación a la naturaleza permite adoptar un estilo sencillo de vida, evitando las necesidades superfluas que degradan al hombre. Además, estas falsas necesidades requieren mayor esfuerzo, que a su vez genera nueva necesidad, sometiendo a los seres humanos en un círculo vicioso. Además, la decadencia y la pureza transforman físicamente los cuerpos, de modo que «la sabiduría y la prudencia provienen del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad, de la pereza». Pero la implicación parece darse también literalmente, como le ocurrió a Dorian Gray en el cuadro, es decir a la inversa:
Todo hombre construye un templo, su cuerpo, para el dios al que adora, con un estilo propio, y no puede dejar de hacerlo para martillear el mármol. Somos escultores y pintores y nuestra materia es nuestra carne y sangre y huesos. La nobleza empieza enseguida a refinar los rasgos del hombre; la mezquindad o la sensualidad los embrutece. (pp. 256-257)
En resumen, Walden es un viaje en busca de la verdad que confluye en uno mismo. Una reflexión que repara en temas como la esclavitud, la memoria india o la defensa de la naturaleza, pero que se ocupa primariamente de las necesidades últimas del ser humano. Es, en esencia, un alegato a favor del minimalismo.
Referencias
Duch, L. (2015). Antropología de la Ciudad. Barcelona: Herder Editorial.
Thoreau, H. D. (2009). Walden. Madrid: Ediciones Cátedra (5ª ed.).
Comentarios sin respuestas