Para Ana Villalobos Escamilla, por reiniciar como mandan los cánones
«Ha muerto Vila-Matas, ¡larga vida a Vila-Matas!», pensé y deduje que algo de la alta poesía podría extraer de ahí usurpando quizá demasiado el tesón con el que el autor catalán había observado la realidad, y de ahí, matizarla hasta conseguir unos estilizados volúmenes cargados de esa prosa leve e importante y que dejaban con la boca abierta, porque nadie era capaz de decir de qué trataba la trama de sus libros, si la había, si alguna vez había existido en la cabeza del narrador. Sí, eso pululaba por las mientes de servidor mientras releía Impón tu suerte en la bella edición (segunda) de Círculo de Tiza prologada por útiles palabras de Mario Aznar y, en un momento, detuve la lectura, abrí la aplicación del móvil y comprobé los libros (pocos) que aún me faltaban por conseguir de Vila-Matas: espantado por el precio de algunos —de segunda mano, descatalogados— que llegaban a los cincuenta euros, a los
cien otros, pensé que quienes vendían los productos habían decidido por unanimidad elevar lo que pedían antes, porque el autor de Bartleby y compañía ya no se encontraba entre nosotros y solo mediante una ouija literaria podríamos convocarlo, aunque alguien seguro que dirá que leyéndolo podríamos conseguir mejores resultados: leer, ya ven, qué cosa.
En fin, busqué noticias, encontré mucho machirulo que negaba evidencias, informaciones importantes y que desmentían tanto como que Jenny Hermoso se comía un helado de turrón en Marbella, pero nada sobre la muerte de un escritor. Respiré con alivio. Me asomé al balcón y vi cómo un «tonto del culo» lanzado por el agujero negro de una boca de un repartidor se introducía en el maletero de un coche que ya huía despavorido: no dejo de darle vueltas al librito rojo de Vila-Matas, aquello de la novela del futuro y sus conexiones con la alta poesía. Desde que lo leí recuerdo a Italo Calvino y siento que he de releer sus seis propuestas. Intento encontrar en todo lo que leo un resquicio que confirme lo que el catalán sospecha: que toda novela, como dice Fresán, tiene que hablar su propio idioma, contar su cuento con palabras únicas y que más que lo que se cuenta el cómo se cuenta es lo importante, que en realidad la trama, bueno, no es para tanto. Hacer arte más que hablar del arte.
La lectura como espacio de refugio ante el mundo. Leer como un acto personal de revolución frente al sistema capitalista, porque el acto en sí, mirar letras, unir frases, concebir párrafos y así hojas y hojas hasta cerrar un libro, no produce nada —para el capital— más allá de la compra-venta del objeto que hay quien se empeña, además, en que sea únicamente eso: un algo, una cosa, nada más que algo extraído de una editorial a este precio. Alberto Manguel, en esa biblia que es Una historia de la lectura escribió que «a nosotros, a los lectores de hoy, supuestamente amenazados de extinción, todavía nos queda por aprender qué es la lectura» y si lo dice este hombre es para pensárselo. Lo que me recuerda que Irene Vallejo hablaba de que lo habitual es el olvido, el chovinismo y que dejemos de lado los libros, es decir, los quememos, los ahoguemos o peor aún, claro, ni siquiera los abramos para echarles una ojeada (la RAE, que admite los verbos hojear y ojear, dice que no sucede así con los sustantivos para la doble posibilidad de «echar una ojeada/hojeada», que la segunda se descarta: está claro que hay clases hasta en las categorías gramaticales).
El maestro Claudio Guillén ya constató que «vivimos en mundos plurales y el gran enemigo es la simplificación», de ahí que hay que no entienda como problemas a los que nos enfrentamos hoy, terribles, diversos y sin aparente solución, puedan tener unas propuestas simples, corruptas y como sacadas de un cutrerío hispánico que, nos dicen, como es tradición, como es nuestro (#yosoyespañolespañolespañol, pero española, no: eso ya es demasiado y no pega con la melodía), parece que tenemos que aceptar, reivindicar y rezarle todas las noches de rodillas ante nuestra cama: en vez de ser tan español —que a veces ni sé lo que es— me planteo varias veces al día leer a más autoras españolas —que apenas sé quiénes son—. Creo que es un gesto —el leerlas, no solo el planteamiento buenista de querer hacerlo— que me descubre a María Bastarós, Isabel González, Esther Peñas, Julieta Valero, Pilar Adón, Inés Mendoza, Patricia Esteban Erlés. Por mencionar las últimas lecturas y relecturas que hice. Intento, siguiendo a Guillén, no simplificar: sé que hay muchas autoras más a quienes he de leer, tengo lagunas propias tan enormes que estarían cómodas formando parte del paisaje fronterizo de dos países y si nombro a quienes conozco de Hispanoamérica, sé que el número de escritoras leídas es mucho menor del que me queda por conocer en un futuro, lo que me provoca cierta alegría, llámenla «felicidad del ignorante»: nunca olvidaré la frase de un amigo, hace quince o veinte años, cuando le descubrí que de Valle-Inclán solo había leído Luces de bohemia y los cuentos góticos: «qué envidia —me dijo—: vas a poder descubrir un mundo increíble». Cuando solo nos queda la relectura parece que el momento de deslumbramiento, el primer chute de la drogaína valleinclanesca en este caso, es menor y no: sé que mi colega de letras se refería a que la profundidad con que releemos es mayor porque el fogonazo del enamoramiento ha de templarse con lo de siempre: el tiempo. Desde hace un tiempo tengo también muy presente en mis oraciones literarias a Vicente Luis Mora, multiprocreador de infinitos discursos, a mi querida Esther Peñas, que de manera sensata y sin perder un minuto escribe sobre amazonas, o nos dice las múltiples posibilidades de la lluvia o atenta contra la razón en poemarios extraños y bellos y cómo no, al terrible y hermoso Juan Carlos Friebe, poeta infatigable en buscar una especie de verdad histórica, personal y melódica en sus versos: vida y obra de poeta avalan una trayectoria que la crítica no duda en tildar de consecuente, profunda y magnífica.
Escribía Mora hace un tiempo en el pueblo de Pampaneira que «Crecer es irte arrepintiendo de quienes fuiste»: la edad nos va poniendo en nuestro sitio y el elogio de la imaginación que escribió tan bien el cordobés hace que me replantee casi todo lo que escribo, al igual que la «alta poesía» de Friebe hace que la mayoría de mis textos me parezcan forzados, mediocres, artificiosos: verdad y poesía, verdad y crítica, verdad y literatura. Estamos de acuerdo en que hay que buscar la belleza —en el terror, en la deformidad, en las líneas rectas… qué importa— y la verdad —tu verdad— en los textos literarios, o quizá no: preciso es el desacuerdo entre diferentes escuelas literarias en si hay que buscar algo, lo primero, en la literatura o dejarla libre de cualquier imposición o imperativo moral, social y personal. Lo segundo: ¿quién nos dice qué es mejor o no en literatura? Yo diría algo, pero prefiero releer La huida de la imaginación, hablar con José Ortega Torres o copiar esa frase mágica de Zambra: «Y qué más da, si también sabemos que nadie nos lee».
Y no dejo de releer cuando me siento más idiota de lo normal, o más triste que un perrillo abandonado en un grisáceo día lluvioso y granadino, aquellos versos de Arquíloco, que conocí gracias a Roberto Bolaño —otro más, otro para el altar, another one que me tironea de mi pereza— que dicen:
Corazón, corazón, si te turban pesares
invencibles, ¡arriba!, resístele al contrario
ofreciéndole el pecho de frente, y al ardid
del enemigo oponte con firmeza. Y si sales
vencedor, disimula, corazón, no te ufanes,
ni, de salir vencido, te envilezcas llorando
en casa. No les dejes que importen demasiado
a tu dicha en los éxitos, tu pena en los fracasos.
Comprende que en la vida impera la alternancia.
«Comprende que en la vida impera la alternancia»: repito y repito el verso, pienso que es una traducción y que la metamorfosis natural y correcta a lo moderno es aquella frase de Mora, porque es cierto que el tiempo nos moldea como las manos del escultor al barro. Y pienso en quién era yo hace veinte años y me espanto, porque hoy me importa recordar lo que escribe mi amiga María Martín Barranco en Ni por favor ni por favora sobre el uso del lenguaje y los sustantivos «bruja», «perra» o «parienta» respecto a sus masculinos, sobre la invisibilización de las mujeres en la sociedad, en las artes, en las letras: no dejamos de ver asesinatos, agresiones y desprecios. Silvia Federici, en Brujas, cazas de brujas y mujeres ya nos advierte del patriarcado, el capitalismo y cómo hace tiempo la desposesión de tierras y bienes se fue centrando en ancianas y mujeres en soledad. Cuanta información proporciona Federici en ese librito, cuánto podemos aprender para no repetir —los hombres— qué se hizo con viviendas, tierras, identidades, dignidades… de mujeres que únicamente querían hacer lo que no pudieron: sobrevivir en sus casas.
Así que sí, me han pillado: creí que transformar la materia de Vila-Matas, viva y brillante en cuerpo presente sería una gran idea para la primera frase de esta crónica: él mismo dice que lo que se escribe hoy en ciertos medios no tiene contenido y que todo se apuesta a esa primera frase para llamar la atención (hace unas semanas tuve que buscar el significado de clickbait). Espero haber sustanciado algo más estas líneas con los encendidos elogios a la lectura, a ciertas figuras literarias, a que ser feminista es más que una postura ideológica —pero que si alguien sigue pensando eso y no, simplemente, que es ser mejor persona, no pasa nada: siempre hay tiempo para las metamorfosis— y que la curiosidad me puede: me interesan los fiambres de Mary Roach, los anormales de Foucault, las novelas de los jóvenes catalanes o no tan catalanes, pongamos asturianos, sobre parques temáticos literarios o padres e hijos que no se soportan, los poemas de Juan J. León o Javier Egea, los pensamientos de Pascal, Lichtenberg o Irene Andrés- Suárez sobre el microrrelato, los cuentos del interregno creado por David Roas que
suspenden las funciones de la realidad o las novelas de Pablo Martín Sánchez; los carnavales de Cádiz y saber por qué dicen que Rosalía perpetra un lenguaje como ya hiciera Góngora en las Soledades —quien escribió tal artículo, ¿leyó el poema gongorino?, ¿sabe acaso que Dámaso Alonso lo tradujo y que Leopoldo María Panero se enfurecía al decir que no había que traducir al cordobés, que era un disparate «traducir» la lengua de Góngora?—: me pregunto y busco información sobre la relación del reguetón, la síncopa de sus ritmos y la liberación de las mujeres que lo cantan o lo bailan mientras no olvido, aunque olvidar sea nuestro sino irremediable si vivimos lo suficiente (petar el disco duro, cargarnos de antiterabytes de olvidina), no olvido, decía, esa letra de «la frente muy alta y la falda muy corta»: ¿cuántas noches de borrachera hace treinta años canté el repertorio de Sabina de pe a pa con mi querido Julio F. Lamolda González?
En fin, que lean. O no. Vean series, pero que sean buenas: Twin Peaks, Breaking Bad, Fawlty towers, Juncal, X-Files. U Ocho y medio de Fellini, Anticristo de Von Trier, Arrebato de Zulueta, alguna de Joaquin Phoenix o Philip Seymour Hoffman.
Eso, que lean mucho y bien, o poco y bien, que les entretenga, les disipe esta maravillosa actividad los sinsabores del día o la noche. Ojalá encuentren ese rato, porque el tiempo es necesario, donde dragones y mazmorras configuren extrañas y divertidas historietas, que vivan un romance tórrido como el que tiene Jack (here’s Johnny!), el escritor de The shining, con las cámaras de Kubrick (y ese título: Insólito esplendor, que maravilla de palabras, qué plásticas, qué conjunción) y disfruten mucho en soledad o con quien quieran viviendo en otros mundos, imaginando otras vidas, tocando otras texturas y escuchando melodías que pronto serán pasto del olvido.
Aprovechen y chillen aquello de que «¡Vila-Matas no ha muerto! ¡Larga vida a Vila-Matas!»
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