Se nos ha pinchado una rueda del coche y paramos en un pueblo a esperar a la grúa. El pueblo está cerca de la costa, en lo alto de una colina y, aunque desde donde estamos no podemos ver el mar, sí se huele. Estamos delante de un edificio de pisos nuevos, tiene cuatro plantas, la fachada es de color ocre. Al lado hay un prado. Mi hija enseguida se dirige hacia allí: hay dos gatos tomando el sol y quiere ir a verlos. Para no espantarlos, se mantiene a distancia mientras los observa. Están tumbados en un retal de sol, guiñan los ojos con placer.
Enseguida vemos que no están tumbados sobre la hierba, sino sobre unas viejas baldosas, el resto final de las casas que se levantaron aquí hace décadas. Hay diferentes dibujos, tal vez pertenecientes a diferentes habitaciones: una sinuosa cenefa de color blanco y rosa (la de los gatos), una que parece un tablero de ajedrez más allá, otra de color azul oscuro que, con los años, ha perdido su intensidad. Se ven las marcas de las paredes que separaron cada estancia. Los gatos toman el sol, nosotros los observamos desde la distancia. Alrededor, hierba y flores.
Tratamos de acercarnos a los animales ofreciendo a cambio algo de fuet: lo huelen, pero lo rechazan. Cuando nos acercamos, se van corriendo en busca de un triángulo de sol más lejano. Así descubrimos las ruinas de otra casa comida por la vegetación y la broza. Allí están los lirios. Ella quiere arrancarlos todos, los seis o siete lirios que despuntan con su boca blanca entre la mancha de verde oscuro. Al final, convenimos en cortar solos dos: un per la mama i l’altre per la güelita. Una vez cortados, continuamos explorando el prado, llevando el cáliz de los lirios como una antorcha diurna.
Entre tanto, el edificio de pisos nuevos parece querer dar la espalda a todo esto, él pertenece a otro mundo, por eso mira en otra dirección, no quiere ver la ruina que hay a sus espaldas. Nosotros volvemos a los gatos, que se han agazapado cerca de otra casa en ruinas, en el otro extremo del prado. En la puerta abierta, encima de un sofá, asoma una toalla amarilla y sucia. Por primera vez, esa toalla me hace pensar vagamente en personas. Siento algo incómodo que no sé definir. Los gatos se esconden allá adentro.
Ha llegado la grúa. Caminamos hacia ella, mientras miro los lirios en las manos de mi hija, esa antorcha sin luz, las baldosas viejas que ahora pisamos y echo una última miraba atrás, hacia la toalla: los gatos nos miran desde el umbral de la puerta.
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