Puso sus pies por primera vez en Roma en 1775, a los veinte años, treinta y cinco después de que lo hiciera su maestro con la misma edad. Piranesi había llegado desde Venecia dispuesto a conquistar la cuna de la civilización; Pietro, con objetivos presumiblemente más modestos, desde Pellezzano, una villa próxima a Paestum, ya por aquellos días lugar de peregrinaje para los amantes de la antigüedad, en competencia con los cercanos yacimientos de Herculano y Pompeya. No sé muy bien cómo trabaron conocimiento el famoso grabador y el aprendiz, entre zanjas y piedras centenarias, pero el hecho es que desde entonces y hasta la muerte del primero, tres años más tarde, sus dispares talentos se trenzarían con esa exactitud que solo la fatalidad es capaz de disponer.
Acaso el gran Piranesi percibió en el entusiasmo del muchacho ecos de su propia juventud, o quizás se complació en arrancarlo de su tierra natal como un recordatorio de las maravillas que el suelo napolitano, abierto de par en par como una palpitante herida, acababa de devolver al mundo de los vivos. La cuestión es que Pietro no dudó en abandonar el hogar paterno para instalarse en su taller de la Via Felice en calidad de ayudante. Me hubiera gustado conocerlo allí, las manos y la cara tiznadas, trajinando el material, ordenando los buriles, la mirada encendida, la mirada incansable. No hace mucho soñé que pasaba frente a ese lugar donde el artista tenía a la venta, entre otras conocidas series, la segunda edición de las Carceri d’ Invenzioni, una de cuyas copias descansa en la mesa de mi despacho bajo la luz balanceante de un par de velas nuevas. Pero jamás he estado en Roma, y Piranesi hace demasiado tiempo que dejó este valle de lágrimas.
Durante mis largas charlas con Pietro he tratado en vano de reconstruir el camino que lo llevó desde su periplo romano hasta Florencia, donde nos conocimos. Yo trabajaba en esa época como médico en Santa Dorotea, un asilo para enfermos mentales próximo al Hospital de Santa Maria Nuova. He dedicado buena parte de mi vida a desterrar la idea de que la locura es hija del vicio. He observado a cientos de enfermos, los he conocido, he hablado extensamente con ellos, me he asomado al abismo de sus pensamientos. Algunos han cambiado de tal modo mi visión del mundo que, lejos de considerarlos unos pobres espíritus sobre los que ejercer la caridad cristiana, siento que les debo el agradecimiento de ser quien soy. Es el caso de Pietro, por supuesto.
Al principio se negaba a articular palabra. Movía las manos horizontalmente a la altura de los ojos, como si tratara de calcular el volumen de algún objeto invisible. Caía después en largos lapsos de sopor. Por fin pronunció una primera frase: «Todo está en el mismo sitio». Durante una larga temporada no hacía sino repetir esas extrañas palabras. Luego su discurso fue creciendo, poco a poco. Alternaba los periodos en los que podía mantener con él una conversación más o menos convencional con otros en los que la comunicación parecía inalcanzable. En ambas situaciones, sin embargo, surgían como de la nada frases enigmáticas, casi incomprensibles, con la peculiaridad de que, a diferencia de aquella sentencia inicial, las dejaba caer una sola vez para no volver a repetirlas. Me acostumbré a consignarlas antes de que se perdieran, y no tardé en reprocharme mi avidez: esperaba con verdadera emoción la aparición de esos pensamientos fulgurantes, y en ocasiones, pese a las dudas sobre la efectividad terapéutica de mi actitud, he de reconocer que trataba de forzarlos.
Dediqué a Pietro una atención privilegiada. Cuando me trasladaron al recién inaugurado Hospital de Bonifacio, en 1788, di la orden de que se le asignara una habitación cercana a mis dependencias. En ese pequeño espacio, ensanchado hasta el infinito por la fertilidad de su imaginación, moriría siete años más tarde. Fruto de nuestra experiencia conjunta, guardo como un tesoro un buen número de cuadernos llenos de anotaciones, la mayoría mías, también algunas de su puño y letra (descripciones absurdas, nombres impronunciables), junto a todo tipo de diagramas y bosquejos. Añadiré que mi deslumbramiento por los desvaríos de Pietro se dieron en paralelo a un frustrante empeoramiento de su salud, frente al que mis conocimientos no pudieron hacer nada.
En el proceso de declive jugó un importante papel la única visita que recibió durante todo el tiempo que compartimos: la de una mujer joven que aseguraba ser una de sus hermanas, una hermanastra, en realidad, quien por puro azar se habría enterado de su paradero. Antes de autorizar el encuentro, departí con ella durante una hora. Fue así como logré obtener un poco de información sobre la vida de mi paciente, su lugar de nacimiento, sus veleidades artísticas, su relación con Piranesi e incluso el presunto motivo de su afección. Según aquella mujer (larga cabellera oscura, mirada esquiva, cuerpo menudo, manos enguantadas), Pietro nunca debería haber abandonado su pueblo en busca de una gloria artística para la que no tenía los dones necesarios. Me sorprendió la seguridad con que lanzaba esa y otras afirmaciones similares. Creí detectar cierto rencor en sus palabras, no sé si hacia su hermano, hacia el artista que, aseguraba, le había exprimido toda la fuerza de su inconsciente juventud, o únicamente hacia la vida, injusta por definición. Su modo de referirse a algunos procesos de producción me hizo entender que no era profana en lo que a disciplinas artísticas concernía. Le pregunté. Me contó que su padre les había instruido a ambos en los rudimentos del grabado. Enseguida cambió de tema.
Asistí a la entrevista en calidad de supervisor médico. Pietro no parecía reconocerla. Ella lo miraba detenidamente, en silencio. Trató de estimular su memoria con frases amables e intrascendentes, alusiones a su infancia, a alguna broma recurrente de su padre o a los largos veranos en un taller inundado de virutas y planchas de metal. Abandonó el edificio entre lágrimas. No volví a verla.
Los cambios en Pietro se manifestaron bastante pronto. Menudearon los ataques de ira, inexistentes hasta entonces. Trazaba esquemáticas formas en la pared de la estancia con algún utensilio que fui incapaz de localizar. En el momento crítico de este periodo trató de reproducirlos sobre la piel de sus antebrazos y de sus muslos. Me forzó a disponer su inmovilización. Una fiebre repentina sucedió a la gran crisis. Una fiebre crónica, cabría decir, dado que ya no le abandonaría durante el resto de su existencia, a intervalos irregulares. La comunicación con él se hizo muy difícil, y en alguna ocasión en que sucumbía a la ilusión de creer que había conseguido comenzar lo que parecía una primitiva charla, no tardaba en darme cuenta de que no se trataba más que de un monólogo aguijoneado por mis dudas y mis ansias. Puse por escrito muchas de sus peroratas autosuficientes, a veces en el minuto en que eran emitidas, otras en la soledad de mi despacho, donde al final de la jornada era frecuente que me empeñara en reconstruir la ligazón de su pensamiento. Porque lo verdaderamente sorprendente era que ninguno de sus discursos carecía de cierta lógica. Una lógica insólita, centrífuga y caprichosa, cuyo mecanismo sin reglas fijas tardé en aceptar. Algo así como un cuerpo dislocado, de trayectoria impredecible, aunque constante. El truco, aprendí, estaba en aceptar toda esa imprecisión como los rasgos distintivos de su realidad. El espacio, por ejemplo; los espacios. Pietro dedicaba muchas de sus divagaciones a describir lugares que solo sus ojos eran capaces de ver. Es imposible definir con justicia tales caracterizaciones sin citarlas directamente. Digamos, para simplificar, que sus palabras lograban modelar esa materia invisible hasta el punto de convertirla en un objeto externo a él y aun así estrictamente conectado a su persona. Quiero decir que si, de repente, el entorno en cuestión hubiera aparecido ante mis ojos por arte de magia, hubiera seguido precisando de su voz para otorgarle consistencia, materialidad. Eran territorios hechos de palabras, un espacio verbal inconcebible más allá de su naturaleza puramente lingüística. Sé que es difícil de comprender, pero soy incapaz de explicarlo de otro modo.
La escasa información suministrada por la hermanastra de Pietro me sirvió de mapa con el que tratar de orientarme entre las fulgurantes facetas de su discurso; de brújula, mejor dicho, cuyo norte cambiaba a cada paso. No tardé en descubrir que la figura de Piranesi estaba en el centro de las obsesiones de mi paciente. Me interesé por su vida y por su obra, leí e investigué. Compré algunos de sus magníficos grabados. Vistas de ruinas romanas. Paisajes en los que el pasado y el presente se imbricaban con naturalidad. Y sus Cárceles, justamente célebres, que me dieron por fin la clave. Pietro parecía habitar las quiméricas prisiones diseñadas por el veneciano. La línea racional que yo intuía bajo su elocuencia tendría pues un origen concreto. Por algún extraño motivo, la mente excitada de mi paciente había elegido esos lugares concebidos por una fantasía ajena como hábitat propio. Pietro amontonaba palabras allá donde Piranesi había yuxtapuesto líneas de distinto grosor, trazos curvos, manchas y sombras. Como piedras unidas con tinta y saliva. Como adobes de aire desafiando las reglas de la civilización, del orden y de la ciencia, de la naturaleza misma o de lo humanamente concebible. Pietro caminaba por esas galerías interminables, desgastaba sus tramos de escaleras sin sentido, se sometía al chirrido de las colosales máquinas que poblaban sus pisos inferiores, extrañas estructuras de madera a medio camino entre los aparatos de tortura medieval y determinados artilugios agrícolas. Pietro era una de esas siluetas empequeñecidas por la enormidad de los muros, la longitud de las sogas colgantes, la delirante escala de proporciones. Su mundo constituía una cárcel sin límites fijos. Un espacio abierto y cerrado a la vez, a la nada, sobre sí.
Pero al margen de este descubrimiento fundamental no pude trabar otra cosa que tibias conjeturas. Intenté en vano localizar a la hermanastra de Pietro para ratificarlas o rehacerlas. Pienso, por un lado, que de haber identificado el origen real de su inclinación podría haber establecido la pauta adecuada para su cura. Me convenzo, por otro, de que la mente de Pietro jamás habría regresado de su universo de piedra y dolor, simplemente porque no necesitaba hacerlo. Aferrado a las migajas de información de que disponía, ensayé una historia que tenía más de relato novelesco que de informe científico. En ella, Pietro era víctima de los excesos que la imagen de su maestro le había impuesto. Es sabido que Piranesi aunaba talento y disciplina. A su indudable genio sumaba largas jornadas de trabajo que incluían a menudo agotadoras sesiones al aire libre, tratando de captar, por ejemplo, las sutilezas de los efectos de la luz lunar sobre un edificio. Demasiado para las limitadas facultades de mi paciente, que habría acabado por sucumbir al esfuerzo para despeñarse, tras la muerte del idolatrado artista, en la sima de su monomanía.
Pietro falleció en abril de 1793. Me he ocupado de muchos pacientes antes y después de él. La mayoría siguió parecida suerte. Unos cuantos recobraron la cordura. Ante la aparente desaparición de sus visiones alucinadas, tan peligrosas como fascinantes, de sus obsesiones y sus arrebatos, he experimentado siempre la misma y contradictoria sensación. La satisfacción profesional se mezclaba con una melancolía de oscuro origen. Del alivio brotaba, como una sombra espesa, la pesadumbre ante la desaparición de algo único. Destruía una amenaza, pero bajo el sol de la razón desaparecían igualmente los destellos de lo indefinible.
Tiempo después, en 1804, la Toscana sufrió una terrible epidemia de origen tifoideo. Fui uno de los especialistas designados por las autoridades para establecer el protocolo sanitario. Asistí a centenares de enfermos, acabé infectado. En la segunda semana de mi convalecencia la fiebre me atacó con todas sus fuerzas. Deliré, según me contaron más tarde, aunque no guardo recuerdos de aquellos días. Antes del acceso febril hice prometer a un colega que me obligaría a escribir en los momentos de desvarío. Cumplió su palabra, pese al riesgo que la práctica podía suponer para mi salud. Cuando me hube recuperado, leí esas líneas maltrechas como si las hubiera escrito un extraño. No tenían sentido, racionalmente hablando, pero su lenguaje me resultaba familiar. Era innegable que había concomitancias entre algunas de las frases pergeñadas por mi mano convulsa y las obsesiones que llevaba lustros escuchando de labios de los internos. Insistía en la idea de vacío: una figura, la mía, caminando sin descanso frente a un horizonte despojado e inaccesible, y en torno a mi cuerpo, a mi carne translúcida, nada, ni sonidos ni movimientos, ni siquiera el cansancio azotando los músculos ni la sed ni el frío puntuando la trayectoria. A través de mi grafía retorcida traté de acceder a zonas del alma humana normalmente vedadas a una mente sana. Comprendí mejor a mis pacientes, o al menos así quise creerlo. Vi los abismos carcelarios de Pietro a través de una lente rojiza y cóncava. Traté de subvertir las nociones de límite e infinito. Entendí que una prisión puede ser objeto de deseo, que el contorno, lo definido, se convierte en un bálsamo ante la condena de lo ilimitado y el vértigo del vacío. No tardé en asumir también que tras todas mis interpretaciones palpitaba siempre la necesidad de la argumentación lógica. Todo tenía una causa. Todo una finalidad. Y si Piranesi, iluminado por su genio, logró concebir sus fantásticas prisiones, habría sido sencillamente porque sufrió los estragos de otras fiebres, en su caso de naturaleza palúdica, más de medio siglo atrás, en torno a 1745, año en que vio la luz la primera versión de su obra.
He seguido luchando contra la enfermedad como el primer día, y lo haré mientras me quede aliento. Soy consciente, sin embargo, de mi pobre cometido. Me persigue siempre la sospecha de que el enfermo, a pesar de su presunta infelicidad y de su incapacidad para vivir en nuestro civilizado mundo, posee una suerte de clarividencia arrebatadora. Mi función es la de destruir algo que en el fondo admiro. No soy en consecuencia sino un artista escasamente dotado, obstinado en edificar tranquilizadoras certezas sobre temblorosos pilares en ruinas.
Juan Vico, El Claustro Rojo (Sloper, 2014)
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