Tea Rooms: mujeres obreras, Editorial Hoja de Lata, 2016.
Resulta llamativo que durante todos estos años Luisa Carnés, autora madrileña nacida en 1905, no haya ocupado un lugar destacado en la literatura española. Y es que su vida y su obra lo tienen todo para convertirse en un referente literario más de la Generación del 27, a la que, por su edad, le habría correspondido pertenecer.
Este desconocimiento solo se explica por las dificultades que entraña hacerse un hueco en el canon artístico siendo mujer, pues con la reciente publicación de varias de sus obras, hemos descubierto que talento le sobraba para ser parte de la relación de nombres célebres que aparecen en los libros de texto y en las estanterías de las bibliotecas.
Nacida en una familia muy humilde, empezó a trabajar con apenas once años. Primero en un taller de costura y luego en un salón de té. Espacios que convertiría en escenarios de sus cuentos y novelas. Superviviente de una época difícil y convulsa, cuando ni siquiera el alimento de cada día estaba garantizado, su amor por la literatura siempre fue firme: su gusto por la lectura la convirtió en asidua visitante de las bibliotecas públicas, donde de forma autodidacta, se transformó en la gran lectora que daría lugar a la escritora que publicaría numerosos títulos, llegando incluso, a dedicarse profesionalmente al periodismo.
Con la llegada de la Guerra Civil y la derrota del bando republicano, en el que Carnés militaba, se ve obligada a salir del país. Huye de España a través del puesto de La Junquera (Lérida), junto con otros miles de refugiados que atravesaban los Pirineos. Tras un tiempo en un centro de internamiento francés y gracias a las gestiones realizadas por Margarita Nelken, con el apoyo del diplomático mexicano Gregorio Nivón; consigue salir del país galo rumbo a México. En América continúa con su labor periodística hasta su muerte prematura, en 1964, en un accidente de tráfico.
Tea Rooms, mujeres obreras, ambientada en los años treinta, cuenta la historia de las trabajadoras de un salón de té, situado en pleno centro de Madrid, junto a la Puerta del Sol. Matilde es la protagonista, a la que conoceremos, precisamente, cuando se dirige a una entrevista para un puesto de camarera en este café.
La cafetería funciona como un cruce de caminos: por un lado, compartiremos mostrador con las chicas que trabajan en el local, obligadas a hacer jornadas maratonianas a cambio de un exiguo sueldo que ni siquiera resulta suficiente para dejar de pasar hambre. Del otro lado, los clientes, los que sí disfrutaban de privilegios que les permitían acudir a un café, comer fuera y alternar con amistades. Lo que Marta Sanz ha definido tan acertadamente como “las engreídas clases medias sin conciencia de sus precariedades”.
Las protagonistas componen un crisol de circunstancias en el que cada personaje encuentra una forma distinta de encarar su realidad, pero donde todos tienen como elemento común la escasez y las privaciones.
Entre las chicas está la que un día, de forma casual, se topa con una moneda fuera del cajón y decide quedársela. Así empieza a robar Marta, sintiéndose legitimada por lo escaso de su sueldo y las largas jornadas laborales. Laurita, ahijada del dueño, sucumbe a los encantos de un cliente, un joven que asiste al salón cada tarde con un grupo al que conocen como “los del cine”, muchachos de mejor condición económica y social que pasan su tiempo charlando sobre proyectos cinematográficos y habladurías de la farándula. Ese mundo más propio del papel cuché que del día a día de las muchachas, atrae a Laurita, que cree encontrar en esa relación prohibida la forma de escapar de la oscuridad y del infortunio, a pesar de ser la única de sus compañeras que, por ser familia del dueño, tiene el privilegio de comerse los dulces estropeados.
El romance no tendrá un final feliz y dará pie a una de las cuestiones más audaces y mejor planteadas de la novela: el tema del aborto clandestino y las consecuencias que acarrea.
Antonia, la veterana, es una mujer silenciosa que cumple las funciones de encargada sin serlo, trabaja más que ninguna y cobra como todas, una miseria. Paca, a pesar de sus escasos treinta años, parece una vieja que arrastra los cubos de agua y lejía por el local y que, por no cumplir los cánones de buena presencia y limpieza que se le presupone a toda trabajadora del salón, debe cuidarse de que solo se vea el resultado de su trabajo y no a ella, por eso es una sombra que empieza su labor muy temprano, antes de que lleguen las demás.
La encargada es dura, desagradable, un personaje sin nombre, con la única función de cobrar y vigilar con los ojos inquisidores del jefe, ausente en su oficina del piso de arriba. Para velar por los intereses del dueño como si fuesen los suyos propios, no dudará en convertirse en una capataz cruel, convencida de su supremacía ante el resto. Cumple con el prototipo de mujer solitaria, ya considerada solterona y envanecida por su condición de responsable del negocio. No deja de ser un personaje ligeramente desdibujado, pues no tiene nombre y nunca lo tendrá a lo largo de las páginas, y su relación con las demás empleadas es fría y déspota.
Y finalmente, Matilde, una mujer callada, joven, que observa y analiza todo lo que ocurre dentro y fuera del mostrador. Una muchacha con inquietudes sociales, cansada de las injusticias, de la explotación laboral a la que se ve sometida, de los abusos, de las privaciones y de la pobreza.
En unas pocas líneas, cuando la muchacha vuelve a casa tras otro largo día caminando por la ciudad –sin dinero para pagarse un transporte público─ en busca de trabajo, la autora ilustra perfectamente cuál es la realidad familiar de la que será nuestra protagonista:
“En casa, un fuerte barullo de los hermanos. No huele a nada. Aspira. Nada. Ni sardinas, ni al picante pimentón de las sopas de ajo. Va a la cocina; mira el fogón. En la hornilla, sobre la ceniza apagada, un puchero de agua caliente. Y a Matilde le duele el estómago y está cansada. ¡Una buena comida! Un lecho confortable. Pero el fogón apenas está templado, y la cama, donde forma un ovillo con su hermana menor, es angosta y cruje, como un montón de hierros viejos y retorcidos. ¡Déjame, pensamiento!”
Esa voz omnisciente comparte la tarea narradora con el propio pensamiento de la joven Matilde –alter ego de Luisa Carnés-, que gracias a expresiones como ese “¡Déjame, pensamiento!” nos permite entrar en su mente y seguir la historia también desde ahí. De esta manera, la narración no es nada monolítica, es ágil y fresca, íntima y cercana, aunque no esté contada en primera persona.
Son los pequeños detalles los que le dan profundidad a esta obra, desde el planteamiento de la condición de la mujer –gracias a las distintas realidades presentadas a través de los personajes femeninos─, la situación política que se vivía en el país y en Europa, antecedentes de las guerras que vendrán luego –recordemos a Fazzielo, el empleado italiano cuyo hijo luchaba contra Mussolini─; hasta la huelga de trabajadores y la presencia de sindicatos y piquetes, en una época donde el empresario era dueño y señor no solo de sus negocios sino también de las personas que trabajan para él.
Luisa Carnés escribe una novela entretenida, viva, enérgica, armada sobre un contexto político y social muy delicados, lo que la convierte, además de en una obra con un evidente valor literario, en una publicación valiente y arriesgada donde el talento de la autora resulta manifiesto. Incompresible, como plantea Laura Freixas, que hayamos tenido que esperar tanto tiempo para conocerla.
Sin duda alguna, ha llegado para quedarse, pues se merece reaparecer en el panorama literario –esta novela ya fue publicada con éxito en 1934 pero la Guerra Civil truncó la prometedora carrera de la autora─ como una clásica de la novelística española, como corresponde a las obras que, a pesar de estar situadas en un momento histórico muy concreto, gozan de un planteamiento actual y novedoso.
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