Ni siquiera los muertos. Juan Gómez Bárcena.
Sexto Piso,
350 pp, 2020
Por fin hay una novela que empieza con una cita de Walter Benjamin y otra de Donald Trump. No diré que sólo por esto merezca la pena leer Ni siquiera los muertos. Hay otras razones, razones mejores, y espero ser capaz de poner pruebas encima de la mesa. Pero, si no hubiese ninguna otra, esta desde luego, es una razón que no se ve todos los días. Y no todos los días uno ve algo que no se ve todos los días. Aún menos cuando hablamos de novelas, aunque también es verdad que hay razones para dudar de que esto que tenemos entre manos sea exactamente una novela.
Estas dos citas que abren Ni siquiera los muertos podrían servirnos como ejemplos muy perfectos de la personalidad de sus autores. La cita de Benjamin es retórica, apesadumbrada y cínica de una forma especial. Con ese cinismo, muy Benjamiano, que parece escapar -solo un poco- del mero pesimismo a través una retórica que en algún momento recuerda a una voltereta perfectamente ejecutada. La cita de Trump, por su parte es brutal, despiadada y simple y está armada con esa clase de cinismo con el que las personas brutales, despiadadas y simples describen un mundo que, según estas mismas personas es, de una forma esencial y necesaria, brutal, despiadado y simple.
George Steiner, que fue uno de los críticos literarios más influyentes del s. XX, apenas dejó escritos al margen de su obra crítica. Aunque era un apasionado de la poesía, sólo publicó unos cuantos poemas en vida, casi todos durante su juventud. En cierta ocasión, hablando acerca de su escasa obra poética, Steiner dijo que los pocos méritos que detectaba en sus poemas se debían más al dominio técnico que pudiera haber adquirido con la lectura que a una pulsión expresiva necesaria y honesta. Descubrió que “aquello era verso, y que el verso es enemigo mortal de la poesía”.
Juan Gómez Bárcena pertenece a una generación de narradores nacida a mediados de los ochenta que parece haber evolucionado hacia una forma de narrativa que huye de la novela. Parafraseando a Steiner, hay una cierta reacción a la novela -entiéndase, claro, que aquí estamos hablando de la novela en el sentido más clásico, esa tradición que desciende de forma más o menos directa de la tradición realista francesa, el bildungsroman y la tradición anglosajona- porque la novela es el enemigo mortal de la narrativa.
Hablamos de una generación de autores todavía jóvenes, pero que ya tienen una bibliografía importante publicada. De esta generación probablemente la más conocida sea Cristina Morales. También la más política. Gómez Bárcena parece confirmar en este libro su relevancia como el autor más intelectual de su generación. Un aspecto que siempre había estado ahí, pero que quizás comenzó a tomar una deriva más original y extrema con su libro anterior Kanada y que se confirma en este Ni siquiera los muertos.
En algún momento uno tiene la impresión de que, si se pudiese tirar el libro al suelo y este se partiese en mil pedazos, al intentar recomponerlo sería casi imposible que nos saliese una novela –que no es una novela- sino un ensayo bastante sesudo sobre el ser, el tiempo y ese constructo extraño que es el paso mediante el que relacionamos ambas entidades y al que hemos llamado “la historia”.
Esto no quiere decir que Ni siquiera los muertos sea una novela ensayística. No se trata de una de esas obras en las que los personajes, en algún momento, se paran en un bar, se piden unos churros y debaten durante veinte o treinta páginas alrededor de una serie de opiniones detrás de las que el lector supone que se encuentran las ideas, las dudas o los pensamientos del autor. Al contrario. Si hay alguna tesis oculta en el libro –que lo dudo- sería la de que la verdad es una presa que no se puede cazar. Sólo perseguirla sin descanso, matarla eventualmente y despertarse al día siguiente sabiendo que ha renacido en algún lugar que no podemos alcanzar.
El libro quizás sea, sobre todo, una invitación a compartir la sensación de extrañeza que produce esa caza, incesante, insensata y necesaria. Esa batalla que, como decía Bolaño, nos enfrenta a un monstruo mucho más poderoso, un monstruo que sabemos que no podemos vencer y que nos matará infaliblemente. Una batalla que Bolaño afrontaba, desde sus libros, con un tono poético, desesperado y triste y que en Ni siquiera los muertos tiene un tono más distante, también más asombrado. A ratos parece que más pesimista.
El libro se cuenta a través de la perspectiva de personajes alucinados, que transitan un tiempo que se despliega de una forma con la que difícilmente podemos empatizar. Esta es una de las grandes diferencias de Ni siquiera los muertos respecto a una novela. Si la novela se escribe sobre todo a través de sus personajes y son estos los que funcionan como centro de la historia, aquí el centro se desplaza de los personajes a la acción. Los dos personajes centrales (ambos llamados Juan) están técnicamente en un camino intermedio entre la mera funcionalidad Proppiana y la novela tradicional. Los personajes secundarios se repiten y se desdoblan en un juego fractal y todo esto está conducido a través de una prosa ecolálica que acentúa la sensación, a veces mareante, de estar descendiendo a través de un laberinto de círculos más y más estrechos.
La distancia respecto a lo narrado y el carácter intelectual del libro se refuerzan además por las referencias constantes a la literatura y el cine. Todo el libro, de hecho, se puede considerar casi una revisitación de El corazón de las tinieblas, aunque en realidad se parecería más bien a ver a William Munny (Sin perdón) recorriendo los planos de Apocalipse Now con un mapa de Comala. Pero al final del libro, hay un texto muy pequeño -tan pequeño que nos podemos permitir reproducirlo aquí- que se me venía constantemente a la cabeza. Es Una pequeña fábula de Kafka, un autor que también resuena con fuerza en el libro.
«¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y me alegraba ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato…y se lo comió.»
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