1
Oscar Wilde, de quien dijo Borges que dirigió la secta de los esteticistas ingleses con el mismo fervor e indiferencia con que podía haber encabezado cualquier otra, aseguró que “la amistad es mucho más trágica que el amor. Dura más tiempo.” “Friendship is far more tragic than love. It lasts longer”.
Luego, está aquello que soltó Faulkner entre bocanadas de humo o sorbos de whiskey: “Todo hombre joven debería tener trato con una mujer vieja. Son más sabias”.
La exactitud de esta segunda cita no he podido verificarla, aunque sé que no he fallado a su sentido. La de Wilde, sí, y era como la recordaba. ¿Por qué recuerdo todas estas cosas? Me asomo al balcón, aunque no tengo la menor intención de bajar a la calle. La luz fría y tensa del cielo está al margen de los nombres de los ríos, de las calles, de todos nosotros. Es domingo, pero no arriba, entre las nubes.
2
De las cuatro actrices que participan en “Nothing like a dame” (Roger Michell, 2018), es Maggie Smith la que se pregunta por qué recuerda cosas tan remotas, y por qué otras se le escurren como arena fina. Es normal que suceda: las cuatro llevan décadas trepando al escenario, entrando en el recinto de poder y amenaza donde la vista muestra su lado paradójico: cuanto más se alcanza a ver, con menos precisión se ve, y el público solo ve a la actriz, pero la ve con la nitidez de un punto de mira. Hace décadas que son actrices, grandes actrices, y cuando cotejan trabajos de un pasado que queda más allá del horizonte de la memoria, Maggie Smith no atina a recordarlo todo. Tal vez su pregunta tiene una réplica sutil en un fragmento de “The importance of being Earnest” que recita Judi Dench, dame también convocada a la película: “It is always painful to part from people whom one has known for a brief space of time. The absence of old friends one can endure with equanimity, But even a momentary separation from anyone to whom one has just been introduced is almost unbearable.” (“Siempre es doloroso separarse de alguien a quien has conocido por poco tiempo. La ausencia de los amigos de antaño se sobrelleva con compostura, pero la más breve separación de alguien a quien acaban de presentarte es insoportable”).
Aunque, seguramente, estoy leyendo de más.
3
Judi Dench, Maggie Smith, Eileen Atkins, Joan Plowright, que se reúnen frecuentemente en la casa de campo de Plowright, “a solas, sin testigos”, como diría Fray Luis, esta vez aceptan que merodeemos su intimidad. Conscientes de que la mirada nueva perturbara, no sabremos si hacia más veracidad o más ocultación, o ambas cosas. Esta vez se añaden cámarás, iluminadores, intervenciones en el guión, fragmentos de obras incrustados entre escenas de charla para ilustrar sus trayectorias en la profesión, incluidos los cuatros momentos en los que el Imperio, no les concedió, sino que reconoció su condición previa de dames (sea lo que sea eso, debe de ser algo tan sustancial que aunque alguien crea afirmar o negar, realmente puede concederse ni arrebatarse).
Aunque en la prensa internacional hay más de artículo que señala que estas cuatro actrices –punzantes, divertidas, con vanidades exquisitamente imbricadas en la humildad y la sabiduría, británicas todas ellas- evitan pasar por temas serios (su elevada edad y la cercanía del fin) o que si pisan en charco fingen que no se han manchado (cuando surge el mal temperamento de Lawrence Olivier, marido de Joan Plowright, el asunto se ventila con ironías aplicadas con destreza), aunque eso es cierto, lo que más me asombra de la película, si es que es una película, es que el verdadero contenido de la misma es la amistad de las cuatro.
Pero ahí están, las cuatro amigas, y no puedo dejar de pensar en el aforismo de Wilde, y en lo que Borges, gran defensor suyo, decía: que el contenido verdadero o el más profundo de Don Quijote –sobre todo, de su segunda parte- o de los casos de Sherlock Holmes y Watson, era la amistad entre los personajes. Eso me pasa con esta película que no es una película ni una documental, si es algo es un biochat, una conversación grabada, me pasa eso y me pregunto cuántas de mis amistades sobrevivirán hasta dondequiera que sobreviva yo. Cuántas no serán destruidas por el fuego, cuántas se irán apagando en cenizas, cuántas serán extinguidas –para mi sorpresa- por un aguacero que dure pocos minutos.
4
De forma calculada o no, la conversación deja caer frases maduras sobre el arte. Eileen Atkins evoca una conversación con un actor que le aseguraba que en su tiempo las actuaciones eran más naturales que cuando Atkins comenzaba en la profesión. “Pero lo natural entonces era distinto”, dice con sencillez Atkins, sin duda atenta a todo lo que está diciendo: es difícil escapar de lo contemporáneo, e igualmente difícil juzgar lo que ya no lo es pero lo fue. Judi Dench tiene la lengua larga y dura de un cínico moralista de Versalles, pero sin cinismo. Maggie Smith parece imposible de asaltar como una plaza medieval, pero sus muros están llenos de ojos que observan.
La descripción es el comienzo de la mentira, decía Bernard Meneses. Me doy cuenta de que tiene razón al intentar describir a estas cuatro mujeres y notar que me equivoco frase tras frase.
Las cuatro emiten la radiación sosegada e inexorable de la experiencia. Aunque es Joan Plowright quien evita menos el escalofrío. Tal vez porque está casi ciega, y eso le da un aire oracular: está presente y al mismo tiempo, en otro tiempo; está allí, pero también levemente desincronizada, como si nunca dejara de escuchar el ruido de los engranajes de las galaxias. Dice que en algún momento de sus carreras, había quien creía que todas se morían por hacer de Cleopatra en cierta producción. “But we were shaking inside”. Por dentro, temblábamos. Y, para acabar, recuerda una función de “Hamlet” en la que el actor, al parecer, bordaba el monólogo del protagonista frente a la calavera de Yorick. Plowright fue a ver la obra y aquella noche el actor pasó sin pena ni gloria. Más tarde, el actor le confesó que no había sentido que pudiera proporcionar algo verdadero al público. Una frase que casi nos hace apiadarnos del actor y celebrar su responsabilidad artística, Plowright la tira por tierra: ¿Cómo puede nadie decir eso, si todo es una ilusión, desde el comienzo, desde el primer paso sobre el escenario? ¿Cómo se puede no distinguir la vida real de la ilusión?
Joan Plowright conoce el teatro clásico y sabe qué frecuentemente compara Shakespeare el teatro a la vida. Algo habitual en el teatro barroco, por lo demás. La vida real se empapa de irrealidad, de la sensación incómoda de que, de repente, la ropa nos aprieta. Y, sin embargo, hay algo vivificante en esa sacudida que desmonta los pensamientos. ¿Cómo se puede no distinguir la vida real de la ilusión?, acaba de decir Joan Plowright. No es necesario hablar más. El silencio se adueña de las cuatro, que miran al suelo; menos Joan, que mira hacia arriba, su cielo oscuro. “Ya se ha acabado”, dice Eileen Atkins.
5
Es verdad. Se ha acabado ya. ¿Es una gran peIícula? Quizá, no. Me importa poco. No sé cómo hablar de ella, igual que no solemos hablar de la comida cotidiana, por la que deberíamos estar seriamente agradecidos, sin embargo. Escribiré algo, seguramente, dentro de unos días, cuando la memoria me haya jugado una mala pasada y haya confundido, tal vez, “Hamlet” con “El mercader de Venecia”, pero esta indiferencia hacia mis errores es significativa y no dejo de apreciarla. I am shaking inside, al subir por las calles apaciguadas del Ensanche Derecho (es ya muy tarde, pronto cambiará el día, aquí abajo). Temblando, si no de felicidad, de alegría. De consuelo, casi de orgullo.
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